Carta a mi viejo sobre tinta y papel

Por Ricardo Enrique Ortiz
Viejo… hoy me dio por comprar el periódico. No sé por qué, solo amanecí con esa necesidad rara de empezar mi día con tinta y papel, como antes. Quería convencerme de que los domingos todavía existen y que no se volvieron completamente perezosos por culpa de lo digital. Con las monedas tibias en la mano salí de casa, caminando hasta el kiosco más cercano, porque el de confianza ya desapareció… igual que la tradición. Y ahí fue imposible no recordarte: saliendo temprano con tu aire de misión oficial o mandándome a mí como mensajero fiel, como si comprar la prensa fuera un acto patriótico y no solo la excusa perfecta para estrenar el día de sol.
Después de mi viacrucis urbano —y de preguntarme qué carajo pensabas tú cuando hacías este mismo camino— encontré un kiosco medio escondido entre una farmacia triste y un local de pollo asado. Parecía que los habían extinguido junto con las cabinas telefónicas. Cuando le pregunté al kiosquero si tenía la prensa, me miró como si le hubiera pedido uranio enriquecido. Soltó una risa seca, casi cruel, la risa de quien se burla del último sobreviviente de una especie en extinción.
“Mijo, eso ya nadie lo pide”, me dijo.
Ahí me di cuenta de que no estaba buscando solo un periódico, sino que estaba peleando contra un mundo que ya decidió que el papel no merece resurrección.
Te cuento que terminé comprando una revista cualquiera, más por terquedad que por gusto, solo para no dejar morir el maldito hábito. Caminé con ella bajo el brazo, pensando en cómo carajos va a aprender a leer la gente si no han sentido nunca lo que es abrir una página y mancharse los dedos de tinta, si ahora todo viene en videos de diez segundos y frases prefabricadas. Entendí que quizá mantener el hábito es un acto mínimo de rebeldía, una forma de decirle al mundo que todavía hay cosas que se disfrutan mejor pasando las páginas una por una, sin prisa y sin filtros. Y mientras avanzaba, con esa revista que ni quería, pensé en ti, en cómo aprendí a leer sentado a tu lado, descifrando titulares como si fueran un mapa secreto. Tal vez por eso sigo comprando papel, porque es la única manera que tengo de no perderte del todo.
Lo que más jode es que mientras caminaba con esa revista inútil, me cayó encima una verdad que no pedí: ya no tengo a quién pasarle la primera página para que la leas antes que yo. Me acordé de todo: de cómo te acomodabas los lentes antes de empezar, de cómo marcabas con el dedo las líneas que te indignaban, de tu risa breve cuando encontrabas algo absurdo en la política. Y ahí entendí que no extraño tanto el periódico… extraño ese ritual contigo. Quizá por eso sigo intentando revivir los domingos, porque en el fondo es la única forma que tengo de volver a encontrarte, aunque sea por un rato, en un mundo que ya no se detiene para nadie.
Así que, viejo, seguiré comprando papel, aunque el mundo se ría, aunque el kiosquero me mire con rareza. Cada página que abra será un pequeño sabotaje al futuro idiota que nos quieren imponer, una patada a ese olvido rápido que ya se tragó demasiadas cosas. Y si algún día me vuelvo el último loco cargando un periódico bajo el brazo, mejor todavía. Así, al menos, sabré que sigues caminando conmigo, enseñándome a mirar el mundo sin pedir permiso y a recordar que leer primero para pensar después es la forma más simple de no rendirse. Porque al final, viejo, pensar y leer —sobre todo leer— siempre fue nuestro acto de rebeldía compartido.
Y lo seguirá siendo.
