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Ctrl + Alt + Supr: reiniciemos la Constitución

Por Ricardo Enrique Ortiz

“La inteligencia artificial, como decía, es una herramienta que es ilimitada. Lo pueden usar, pues, para preguntar o como nuestro equipo de comunicación a veces hace ciertas preguntas en ChatGPT para cosas sencillas, para escribir un discurso o para diseñar hasta una constitución. Es así” - Daniel Noboa Azín

Y no, no es chiste. Sí lo dijo.


Lo que para algunos suena a modernidad futurista, para otros sonó a esa clásica improvisación de gobernar un país como si fuera un router mal configurado. La frase no solo encendió memes, también detonó una bomba en el centro del debate político.

Más allá de la provocación inicial, la idea toca un punto crítico: el uso de tecnologías avanzadas en procesos constitucionales no es un simple experimento técnico, sino un desafío institucional al involucrar preguntas sobre transparencia, control democrático, trazabilidad de decisiones y responsabilidad política. Una Constitución no solo establece reglas, define quién puede cambiarlas y bajo qué condiciones.

Crear una nueva Constitución no es cuestión de apretar Ctrl + Alt + Supr y esperar que el sistema se reinicie limpio, sin errores y sin responsables. La pregunta real es otra, mucho más incómoda: ¿Estamos modernizando el Estado o estamos abriendo la puerta para que la tecnología tome decisiones que antes le pertenecían a la ciudadanía?

“Ya no creo que libertad y democracia sean compatibles” - Peter Thiel.

La frase de Noboa no cayó en el vacío. Toca un nervio que ya viene pulsando en el mundo tech. Peter Thiel, uno de los inversores más influyentes de Silicon Valley, soltó hace años una idea que todavía hace ruido: “Ya no creo que la libertad y la democracia sean compatibles”

Thiel, conocido por su visión "tecnolibertaria" y por apoyar la idea de encontrar "un escape de la política en todas sus formas" a través de la tecnología, sugiere que la política, con sus procesos lentos e intereses arraigados, se está quedando atrás, mientras que la tecnología avanza rápidamente y ofrece una alternativa para cambiar el mundo de forma unilateral, sin tener que convencer a las mayorías a través de medios políticos tradicionales. Es casi la tesis del posible conflicto actual.

Para Thiel, si el progreso tecnológico se estanca (lo que él percibe que ha estado sucediendo en ciertas áreas), las sociedades tienden a entrar en una política de suma cero, donde para que alguien gane, otro debe perder, generando polarización. Por el contrario, un crecimiento tecnológico robusto expande "el pastel" de la riqueza, permitiendo soluciones más creativas y menos conflictivas. El reto está en que ese crecimiento no quede concentrado en las manos que ya controlan el horno.  Y eso es, exactamente, el eco que despierta la idea de una Constitución escrita con IA.

En este contexto, aparece una pregunta mayor: ¿y si detrás del entusiasmo por una Constitución hecha con IA se esconde la lógica del tecnolibertarismo que figuras
como Peter Thiel han venido empujando desde Silicon Valley?

Si bien es una lógica que no busca reemplazar gobiernos con caudillos sino con sistemas tecnológicos más rápidos, eficientes y menos sujetos al desgaste político. Para esta visión, el futuro no lo dictarían las instituciones públicas sino las infraestructuras digitales: plataformas, algoritmos, redes y actores privados capaces de operar a escala global donde los Estados ya no alcanzan.

¿Quiere decir que la IA puede sustituir el orden democrático? En realidad, no. No significa que nos vayan a gobernar los robots ni vamos a jurar la bandera frente a un servidor. Pero sí puede pasar que la democracia siga ahí, paradita, decorativa, mientras las decisiones importantes se tomen “porque lo dijo el algoritmo”. Y aunque no se trate de un “nuevo orden mundial” formal, sí configura un orden emergente donde el poder deja de ser institucional y pasa a ser funcional. Gobierna quien puede innovar, no quien puede legislar. La idea de una Constitución generada por IA encaja perfectamente en ese desplazamiento porque normaliza que decisiones fundacionales se procesen como software, antes que como pacto ciudadano.

Ahora bien, cuando se afirma que “mandaría quien puede innovar”, en realidad se está describiendo una redistribución del poder impulsada por la estructura del mundo digital. Las corporaciones tecnológicas no “gobiernan” en el sentido clásico, pero sí concentran capacidades que antes eran exclusivamente estatales: control de infraestructura crítica, manejo de datos poblacionales a escala masiva, diseño de estándares globales y capacidad de implementar cambios que afectan a millones sin necesidad de procesos legislativos.

“Se necesita una dictadura corporativa para reemplazar a
una democracia moribunda”
– Curtis Yarvin.

Siendo una de las figuras más polémicas del pensamiento tecnopolítico, Curtis Yarvin (también conocido por el seudónimo “Mencius Moldbug”) cuestiona, con esta frase profundamente polémica, la legitimidad del sistema democrático y propone, aunque sea en tono provocador, un modelo de poder corporativo sin mecanismos de representación ni control ciudadano. Es decir, reemplazar instituciones públicas por estructuras privadas que responden a intereses propios, lo que rompe con los principios básicos del constitucionalismo moderno.

Yarvin —un autor que ya se mueve en los márgenes del pensamiento político convencional— con esta afirmación invita a imaginar un orden alternativo donde la eficiencia corporativa suplanta la deliberación democrática. En cortas palabras, plantea un escenario que desafía los pilares normativos, éticos y legales del gobierno contemporáneo.

Para “Moldbug”, la democracia no se reforma: solo se reemplaza. Él la ve como un software tan viejo y parchado que ya ni vale la pena intentar actualizarlo. En su diagnóstico, cualquier intento de “mejorarla” termina produciendo justo lo contrario: más procesos, más comisiones, más burocracia y cero resultados reales. Por eso su propuesta es tan extrema como provocadora: apagar el sistema político, igual que una máquina que dejó de prender, y construir uno completamente nuevo desde cero, más centralizado, más vertical y mucho más parecido a una empresa que a un Estado.

A diferencia de Thiel, quien sostiene que la democracia moderna está estancada y que sus procesos se han vuelto tan lentos que ya no pueden generar progreso y para él, la salida no es derrocarla, sino superarla, Yarvin, en cambio, es mucho más frontal, la considera un sistema inherentemente fallido, incapaz de gobernar en el siglo XXI.

Su visión es abiertamente radical: la democracia debe ser sustituida por un modelo corporativo-centralizado que funcione como un “CEO del Estado”. Resumido en dos palabras como “Monarquia corporativa”.

Bajo esta visión, un país funcionaría como una empresa gigante: arriba estaría un “accionista soberano”, básicamente un dueño que controla el Estado igual que se controla un negocio, sin rendir cuentas a nadie más.

Debajo estaría un “CEO estatal”, un jefe con poder total, que no se somete a elecciones ni campañas, sino que se mantiene mientras “funcione bien”. Y la gente, en vez de ser ciudadanía con derecho a elegir, pasaría a ser algo parecido a clientes, usuarios que reciben servicios públicos como si fueran productos.

Claro, puede sonar limpio, eficiente, “sin drama”, pero el truco está en lo que se pierde. En una democracia imperfecta igual tienes voz, voto, protesta, calle, debate representación. En un modelo tipo empresa, todo eso se achica: ya no eres parte del rumbo del país, eres un usuario que acepta o cancela un servicio. Pasas de ser
protagonista a ser cliente, y un cliente solo reclama, no gobierna. Esa es la parte incómoda de la propuesta.

Al final, todo este debate es mucho más profundo de lo que parece. El peligro no es que una IA redacte una Constitución, sino que dejemos de preguntarnos quién debería escribirla. Noboa no dijo una frase inocente. Al contrario, se puede convertir en un síntoma de desplazamiento donde la tecnología entra a zonas que antes eran exclusivamente humanas. Thiel lo vería como un paso inevitable; Yarvin, como la prueba de que el viejo sistema ya no tiene pulso y Noboa…

Pues, es Noboa.
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