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El 2020 es atravesado por una herida que pareciera picar en dos todo lo que conocíamos. Más allá de sectores y estratos, la sangre dibuja pequeñas venitas sobre nuestra piel en las cuales es fácil reconocernos. Aunque ningún dolor es igual a otro, la vida comienza a parecerse a espejos quebrados donde cualquiera pueda reflejarse y resbalarse como si la distancia entre ambas palabras fuese un abismo que se recorre en un suspiro.

Yamila vivía con sus dos hijos –diez y siete años–, en un anexo de una de esas casas de ladrillo y techo de zinc que abundan en los sectores populares de Caracas. La casa pertenecía a su familia extendida, y ahí vivían unas seis personas. Ella y sus hijos no tenían otro sitio donde ir. Vivir era un péndulo que oscilaba entre la realidad y el anhelo. Más que un péndulo, una bola de demolición que cuando llegaba al sitio de las fantasías las destruía por la violencia del presente.

Cuando su familia extendida la trataba de puta, maldita, bruta e imbécil, se sentía más tranquila: al menos en esa ocasión no le estaban dando golpes. Cuando su familia extendida se empeñaba en producirle hematomas, la consolaba el hecho de que en esa ocasión no fuera la piel de sus hijos la que se amoratara.

Carmen vivía unas casas más arriba. Conocía de vista a Yamila, pero el entorno de esa casa en general siempre le pareció de muy mala vibra. Le decía a su esposo que la gente mala se reconoce por la expresión de su rostro ante la tragedia. Una vez descubrió a uno de los hombres de aquella familia observar a un perro que cojeaba, gracias a una bala perdida, con la mirada burlona del que se sabe salvado por el azar. Desde entonces, se dijo que nadie que viviera allí podía tener buenas intenciones.

El esposo de Carmen era transportista, ella trabajaba en un cargo administrativo en una empresa y sus dos hijos –ocho y nueve años– estudiaban en una primaria a las afueras del barrio.

Los hijos de Yamila y Carmen nunca jugaron juntos.

Para Yamila la vecina que conocía de hola y chao era una afortunada. Si había alguna manera de tener una familia estable en ese paisaje de derrotas, ella la había conseguido. La veía con esos ojitos parpadeantes de quien presencia lo que le gustaría tener en el mundo.

Si crecer en la Venezuela sometida por la dictadura ya era difícil, si vivir en precariedad –problemas de agua, electricidad, Internet, escasez de productos, inseguridad, crisis económica– era una capa de moho sobre las cada vez más esquivas alegrías, el 2020 se antojó en superarse y trajo una pandemia.



La cuarentena ante el riesgo de contagio del covid-19, lejos de ser un problema central, se convirtió en un ingrediente más de la olla de presión. La estrategia de Yamila, para disminuir las oportunidades de maltrato, era pasar todo el día en la calle junto a sus hijos. Salir cuando el sol se desperezase y llegar después de que tuviese rato roncando. La cuarentena los obligó a permanecer encerrados.

Lo mismo pasó con Carmen y su familia. Solo su esposo continuó trabajando: no podían dejar de percibir ingresos. El mayor cambio para ella fue que si bien antes pasaba casi todo el día en la calle –mientras sus hijos estaban en la escuela y luego en casa de su suegra– ahora debía permanecer encerrada. Quizá fue entonces cuando notó que la casa medía apenas unos 60 metros cuadrados. Que solo había dos habitaciones, y que la cocina y la sala eran casi lo mismo.

Después de un par de semanas de encierro absoluto, la única bombona de gas de la que disponía Yamila se vació. No tenía cocina eléctrica y recurrir a su familia extendida era ganarse un puntapié, cuando menos. Haciéndose un moño frente al espejo, puso en una balanza el miedo al contagio versus las posibilidades de no comer. Salió a buscar algún tigre, algún trabajo puntual, que le generase un ingreso en efectivo.

Porque el problema, más que la falta de dinero, era la forma de pago. La empresa en la que trabajaba no le había suspendido el sueldo, pero el gas solo se pagaba con billetes difíciles de conseguir en situaciones normales, ni hablar en tiempos de bancos cerrados y cajeros bien lejos de la zona en la que vivía.

Tocó la puerta de una casa en la que antes había trabajado haciendo labores domésticas. No la aceptaron. Siguió dando vueltas en busca de alguien que necesitase un trabajo mínimo, así fuese planchar una camisa. Con cada hora que pasaba con el tapabocas puesto, el saber que sus pequeños estaban solos en el anexo le desgajaba el temple.

Al principio, Carmen se inventó juegos con sus hijos. Duró un par de días en esa dinámica. Las cantidades de tarea que comenzó a mandar el colegio, por orden del Ministerio de Educación, le recordaron más a los deberes de su sobrina universitaria que a lo que había visto hasta ahora en los cuadernos de sus niños. Jamás se imaginó que vivir en Venezuela iba a significar, después de tantos años, tener que cursar primaria por segunda vez.

¿Cómo es que se hacían divisiones de tres cifras?

Desde las ocho de la mañana estuvo dando vueltas. No fue sino hasta pasado el mediodía que Yamila consiguió a una vecina que le prestara el dinero. Fue en la casa de la mujer que siempre consideró especialmente afortunada. Carmen había atendido la llamada de otra vecina que le preguntó si no tenía efectivo para ayudar a una amiga a comprar gas, que la cuarentena, los hijos, la comida, tú sabes cómo es. Creyendo en la importancia de mantener las medidas de prevención, abrió la puerta, estiró la mano y le dijo a Yamila que no se preocupara y que ya después resolverían. Que tranquila.

Las mujeres se despidieron y enfilaron hacia sus respectivas profundidades.

Después de unas semanas, en las que confirmó que ella era mamá y no maestra, la disposición de Carmen a ayudar a sus hijos era inversamente proporcional a la necesidad de encontrar un minuto de su día para ser otra cosa que no fuera madre-maestra-esposa. De tener un proyecto personal, de gritar una grosería.

Revisó la alacena. Llamó a su esposo y le dijo que viniera, que era urgente, que necesitaba ir a Farmatodo ya.

Yamila entró, se bañó, lavó la ropa, desinfectó la bombona con alcohol. La instaló y prendió la cocina. Preparó el almuerzo. Por si acaso, se volvió a bañar, volvió a cubrir todo en alcohol. No quiso tocar a sus hijos. Sirvió la comida. Los vio acabarse los platos y, entonces, comenzó a toser.

Aún en el carro, el esposo de Carmen le dijo que no se bajara para evitar riesgos. Le preguntó qué necesitaba y luego se bajó. Ella permaneció en el vehículo, en el estacionamiento. Comenzó a golpear el volante. Ahogó un grito, las lágrimas salieron. En su cabeza, recordó al perro que había visto cojear por una bala perdida. Luego imaginó la pistola que le había disparado. La imaginó entre sus dedos. Vio cómo presionaba el gatillo. Como la bala salía y…

…Y Yamila se puso roja, a toser, a toser, a toser. Temblaba, le faltaba el aire. Se sintió caliente, con fiebre. Una pregunta se deletreó en su cabeza: ¿cómo era posible que se hubiese contagiado de coronavirus?

Las lágrimas de Yamila y Carmen fueron dos ríos, ubicados en puntos diferentes del mapa, que desembocaron en el mismo mar.

Yamila pasó todo el día con tos seca, la noche sin dormir. Se negó a tocar a sus hijos, se mantuvo alejada y regañó a uno que quiso abrazarla. Al día siguiente, marcó un número telefónico.

El psicólogo que atendió la llamada de Carmen le pidió detalles de esos pensamientos. Ella le describió una escena que bien podría haber estado en un guion de Tarantino. Él le pidió que continuara y ella…

Agradeció al chamo que le prestó atención, uno de los psicólogos de la ONG que ya había hecho varios trabajos en la zona. Que se puso a la orden durante el inicio de la cuarentena, por si cualquier cosa. Yamila le agradeció y le preguntó cómo podía hacer. La respuesta del psicólogo fue orientarla, indagar más. Y escuchar.

Escuchar cómo Carmen le habló de fantasías con pastillas, cloro, veneno, cuerdas, balas. Hasta que las fantasías se agotaron, tal como dijo ella que se sentía. El psicólogo le recordó que el servicio era gratuito y le sugirió pautar otra llamada.

Yamila, por recomendación, dejó que los días pasaran. Los síntomas desaparecieron. Al parecer, sí era verdad lo que le habían comentado. El miedo y la ansiedad se desbordan en el cuerpo.

Una superstición de cierta época del mundo era que un espejo roto traía mala suerte. Las crisis, y más una como la que vive Venezuela y a la que se sumó la pandemia, son cristales para observarnos hacia adentro. Cristales que a veces se resbalan del marco, se quiebran y, con sus astillas, hieren nuestras manos cuando tratamos de reajustarlos. Cristales en los que personas como Yamila y Carmen podrían observarse, solo para darse cuenta de que todos podemos encontrar trazos similares a los otros en nuestro reflejo. Y el mismo hilo de sangre saliendo de los dedos.



Por @LizandroSamuel.
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