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Un cuento de Emmanuel Ferreira Puigmarti


La figura del pequeño mono de plástico siempre estuvo allí postrada, inmóvil, en el borde de la baranda de aquella terraza. Nunca nadie supo cómo llegó ahí, ni cómo ha logrado sobrevivir al paso del tiempo. Todos asumimos que, simplemente, siempre estuvo ahí. El mono siempre se las maneja para aparecer exactamente en el mismo lugar, sin importar lo sucedido. Debo confesarlo: mi par de ojos ha sido testigo de la parábola descrita por el mono en el aire, al ser lanzado por el adolescente borracho de turno en más de una ocasión (incluso, me incluyo entre los culpables). De igual manera, ya sin sorprendernos, el mono amanece puntualmente en su sagrado aposento de metal oxidado, recibiendo manguerazos inclementes para borrar la evidencia del desastre nocturno. Pobre mono. Durante muchos años, tuvo que soportar el ruido atorrante de nuestras voces, y el tormento de la música estridente que va desde la bachata hasta la música clásica, pasando por el jazz y la salsa erótica.

Se denotan en él las huellas imborrables de las consecuencias de ser un voyeur de primera clase: quemadas de cigarrillo, partes hundidas producto de las numerosas caídas, y su superficie derruida por el alcohol. Más de un inocente visitante ha lanzado un alarido al divisar a la criatura estática en medio de una pea. Su pequeña, pero aún así imponente figura, tiene grabada en su memoria cualquier cantidad de actos vergonzosos; algunos que todavía no nos explicamos. ¡Si tan sólo pudiese comunicarse, aquél mono!. Todos concordamos en que ese animalito (de mal gusto, cabe acotar) posee las respuestas a todos los grandes misterios del universo, incluyendo su propio origen. Con su ayuda, podríamos saber quién se robó la última botella de ron, a dónde van a parar los yesqueros, y por qué los cigarros nunca rinden. No sería descabellado afirmar que nos conoce mejor que nadie: nuestros deseos más profundos, los sueños enterrados bajo la esperanza, los miedos paralizantes y las pasiones desbordadas. Es un testigo privilegiado, silente, imparcial. Cuántos shows de baile ridículos, espectáculos vomitivos -y vomitorios-, confesiones amargas, besos repulsivos, golpes sangrientos, discursos incoherentes, y cuerpos desprovistos de cualquier clase de pudor.



Una noche lo sorprendí mirándome, con sus cuencas vacías y su cola erecta. Intenté entablar una conversación con él (esto fue después de unos meses, cuando logré hacer su presencia soportable) y, en medio de mi delirio dionisíaco, podría jurar que me dio un sabio consejo que ya no puedo recordar. Una lástima, la verdad, pues ese episodio fue irrepetible a pesar de mis constantes intentos de sacarle palabras a una entidad divina de plástico.

Después de largas horas de reflexión alcoholizada bajo el cielo gris, llegué a la conclusión de que nosotros somos su diversión, su circo humano particular y privado; lleno de seres egocéntricos, inmorales y auto-destructivos. Su esencia es la del narrador omnisciente, ser superior, criatura impasible paseando su falsa mirada desde su posición privilegiada. A pesar de todo lo dicho, sería injusto dejar por fuera el hecho de que he pasado las mejores noches de mi vida en su presencia, en aquella terraza olvidada de mi amada urbe caraqueña.

Ahora, mis noches son solitarias y silenciosas. La terraza me abandonó, y yo a ella, en un mutuo acuerdo sin razón aparente. Mis cabellos, los pocos que quedan, son grises; y mi vista no puede siquiera reconocer el reflejo en el espejo. Mi paladar está seco, pero el sabor del licor y del tabaco nunca se fueron. Las voces y la música de los días pasados retumban en mi cabeza, con la fuerza de un cincel, recordándome que lo mejor ya pasó. El mono sólo se me aparece en sueños difusos, aunque ya no es la misma figura que parecía inmortal. Le falta un brazo, su cola está caída y hasta la pintura marrón que solía recubrirlo ha desaparecido. Supongo que nada dura para siempre, ni siquiera él.


Por Emmanuel Ferreira Puigmarti.
Pintura de Martine Johanna.
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