sellocultural.com
      

Elegía feérica


Los rostros ajenos son mejores espejos que los de cristal. Algunos operan luego de retirar ciertas máscaras; otros, reflejan vívidamente reinos peligrosos; verdaderas puertas hacia los dominios de la fantasía.

Por Miguel Mota Mendoza


Ilustración de Arthur Rackham


1ro de abril

Pasé tiempo ausente, como si hubiese olvidado el camino a casa. A otra historia corresponde mi viaje por el resto del mundo. Apenas recuerdo la razón de mi huida, solo que mi habitación me había echado a patadas. Puede que necesitase aliviar penas pasajeras o macerar mi soledad en un pozo silencioso.

El hada yacía en mi sala; allí, diminuta, como son ellas según los cuentos. Me emocioné por tener una invitada del Reino Peligroso, a pesar de solo poder ofrecerle oídos atentos a sus testimonios del bosque profundo.

4 de abril

El hada estaba moribunda, semejante a una bandera que dejó de ondear. Lo que debió ser una refracción de eternidades de los pies a las alas era un suspiro pálido que distaba de pronunciar el nombre verdadero de las cosas. No se había resistido cuando la llevé como pichón herido hasta mi cama. Con un pitillo, la alimentaba con miel y leche, pues despreciaba el agua, al menos, la embotella. Imaginé sus vuelos a través del aliento de los árboles, sus mensajes entre hoja y hoja, y su preferencia al rocío matinal de la templada e inhóspita pampa.

6 de abril

Me pidió... No, me suplicó que abriese las ventanas. Jamás las abro. El afuera nunca cambia; siempre será ruido: ruido de quejas madrugadoras, ruido del niño que cae en cuenta de ser el resultado de una desgracia parental, ruido de buses que transportan más ruido, ruido apurado, ruido impuntual, ruido en pareja, ruido que fuma, ruido de negros y blancos, de amarillos, rojos y azules; ruido lisérgico, ruido somnoliento, ruido adolescente, ruido viejo, ruido que lee, ruido que grita, ruido que habla, ruido que abre y cierra puertas, ruido que escala, ruido que baja.

Todos bombardeos inarticulados en una línea primitiva de la que no se escapa porque no tiene nada que decir.

Aun así, el hada parecía escuchar algo detrás de esa cortina. Movía sus piecitos, siguiendo alguna melodía imperceptible para mí.

10 de abril

Cerrar las ventanas me había alejado del rastro ígneo de los fuegos fatuos. Los comencé a ver entre los edificios, en las grietas de las aceras y en un pino grandísimo que adorna la plantabaja de mi residencia. Parecen las corolas de un jardín, solapado por el cabello de la reina del país de las hadas; un cabello tan largo como el horizonte que separa su mundo del mío.

Y yo bailo, como si mis huellas danzarinas escribiesen estos versos para ella:

La reina de la hojarasca, último sendero de polen.
El bosque es insondable cuando no cantas.
Sé la voz crepitante de la hoguera
para el noctámbulo perdido.
Cosecharé la mirada de los árboles,
donde el sueño talle tu rostro
atemporal como las estaciones.

Quizás estaba aprendiendo a escuchar.
El hada durmió apacible con mi voz.

11 de abril

Todavía daba vueltas sobre su identidad. Puede que haya sido una emisaria; tal vez tenía algún mensaje para mí, aunque deseché la idea porque carecía de medios para interpretar los símbolos de la magia. Ante mis interrogativas, ella volvía a dormir. Su cansancio era parecido al mío, de modo que insistir era perder el tiempo.

13 de abril

Las hadas pueden volar grandes distancias con tan solo pequeños aleteos. Desaparecen a voluntad, pero esa ilusión es gracias al paso feérico. Así como las carreteras conectan nuestras ciudades, el mundo de la fantasía se organiza como una telaraña desde el Misterio, y aunque ninguna distancia es tan vasta o cercana en términos humanos, las hadas transitan por sus canales como peces en una gran corriente.

A veces y sin saber entramos en dichas sendas. Por ejemplo, en este momento, estoy en su linde. Veo al hada, pero ella no me ve a mí; existo como una particularidad en su viaje. Atestiguo una remanencia escondida, como si un meteorito hubiese caído en la Tierra. No se le puede preguntar al cráter por la infinidad del universo a pesar de saber que existe un universo.

15 de abril

Vi un hilillo de hormigas en el balcón. Cargaban el premio de una jornada trabajosa, que pude haber tomado como una rama si no fuese porque sé cómo luce una piernita. Una piernita feérica. Se las quité y volví hacia el hada. Sí. No me había percatado de que le faltaba.

La piernita era liviana. No era un juguete de plástico que podía ensamblarse a
conveniencia; y, sin embargo, se había separado como arrancada de una dentellada. Le pregunté si la habían atacado e inmediatamente descarté la idea. Había dolor, no sorpresa. No era el dolor de un ataque al corazón, sino el sufrimiento que recae en la resignación. He visto esa mirada en cachorros abandonados; sabido es que guardan la esperanza de volver con sus dueños, incluso al momento de fallecer.

Esta hada pasó por esto.

17 de abril

Ella se moría. Se negaba a comer. Solo quería que le cantara.

Los rostros ajenos son mejores espejos que los de cristal. Algunos operan luego de retirar ciertas máscaras; otros, reflejan vívidamente reinos peligrosos; verdaderas puertas hacia los dominios de la fantasía.

Me sumergí, entonces, temeroso de un calambre, en esa cara feérica, y observé el día en que deseché el arco y la lira, esperando ser parte de la hiedra que consume todo el palco. Esos años pasaron, sin contar los desvelos y los amores truncados, de reemplazar las gestas de espadas con las espadas de la razón.

Mi cara fue enjaulada por el hartazgo, pero, sobre todo, por una falta de futuro. La vida en su simple complejidad dejó de creer en mí, como alguna vez yo dejé de creer en las llaves con las que dejé entrar a esta hada. Mi partida de esta casa la condenó. Estas paredes ya no resonaban con mi voz, con el “yo creo en las hadas” que les da vida. Cada mañana solía darle de aquel brebaje de fe, y ella volaba sobre el andamiaje mágico hacia otros mundos.

La olvidé. Valoramos como a un dios a la memoria, pero poco importa el pasado más que para destruirlo; no nos interesa la niñez más que para amoldarla. Por eso las hadas se van y se ocultan de nosotros; y, a veces, nos maldicen por contaminar el único vínculo que nos une: la imaginación.

También para ellas hemos de ser creíbles.

20 de abril

—Yo creo en las hadas —dije al cadáver.

Solo quedaba la despedida amarga.

Ella había esperado que cruzara de nuevo la puerta hacia su país porque alguna vez fui feliz en las arboledas cristalinas, en compañía de los encantos del río y del resonar de las siringas.

La enterré en una maceta a la vista del atardecer. Quisiera jurar se movió un poco, en señal de que había reservado ese repeluzno para mí, reconociéndome mejor de lo que yo podría reconocerme jamás.

Canté y escribí una elegía para nunca dejar de creer en las hadas que viven en los
armarios.
Sello Cultural 2021. Todos los derechos reservados.