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Hija de la luna


Las manos de mi niña eran delgadas, diestras, firmes, nunca dudaron, siempre estuvieron dispuestas, prestas a su faena. Tomaba sus cucharas de tapara y alisaba, alisaba. No dejaba huellas, ni líneas o fisuras.

“Tierra, mi cuerpo. Agua, mi sangre.
Aire, mi aliento. Fuego, mi espíritu”.

Canción prehispánica
utilizada en el rito del temazcal

Por Adriana García Sojo
Twitter: @adriagarcias



En otros tiempos menos amables a mi niña le habrían quemado en las mismísimas piras que ella hacía, acusada de hereje por husmear el suelo, recoger tierra, seguir mi curso para amasarla y convertirla en utensilio con sus manos. Le dirían bruja, por oler la lluvia antes de que aparezca. Su cuerpo habría sucumbido a las brasas de la madera donde cosía su loza, perseguida por tener un oficio que transformaba materiales, por probar con su lengua la arcilla, cuando hallaba una veta que la prometía buena para estrujar y moldear.

Teodora es de mis hijas más amadas, porque desde muy pequeña aprendió el alfabeto de mis tiempos. Compartí su crianza, nunca son enteramente mías. Como a su madre, Eugenia, y a su abuela, Tomasa, la dejé aprender lo que otras mujeres debían enseñarle.

—Trabaje mija, que esta es la herencia que le voy a dejar.

Yo, aquí arriba, brillante y a veces oculta, la encausé, procurando que aprendiera a escuchar mi voz en el cuerpo, a través de sus sentidos e instintos. Debo decir que fue una de mis pupilas más aventajadas. Mi niña Teodora no tuvo muñecas, aprendió a jugar con la tierra y nunca más dejó de divertirse con ella.

Toda su vida dependió de la loza. Ella misma buscaba su arcilla y cargaba su burro con maletas llenas de terrones. Siguiendo mi influjo, amasaba y hacía su magia. Luego presidía la quema, la ceremonia sagrada del fuego. Ella aprendió a determinar los ritmos de la naturaleza y sus bondades, preservando una herencia inmemorable, de niñas brujas y alquimistas. Pensaba que la arcilla era cosa de mujeres. No parió, jamás se casó.

—¡Ni quiera Dios! —me dijo en secreto un día. Conversábamos mucho mi niña y yo. En el silencio de su quehacer, en los mandatos de mis ciclos.

Era menuda, de cejas pobladas y boca fina, los ojos casi achinados. Vestía trajes largos y sueltos, para estar cómoda mientras trajinaba sus masas. Se cubría con un suéter de lana gruesa, tejido quizá por ella, nunca me percaté. Usaba un sombrero negro de fieltro. Nadie recuerda de donde o cuando apareció, pero mi niña lo lucía como si hubiese nacido con él puesto. Se adornó con los mismos zarcillos toda la vida, unos colgantes de oro que le regaló su taita y nunca se quitó.

—Ni para bañarme.

Vivía en una casa que su padre construyó, en una loma, a poco de andar del pueblo donde la tierra se volteó. Una casita de bahareque que su madre nunca conoció porque murió muy joven.

Teodora amasaba con el sol.

—Con la lluvia la masa no arma, no da temple –, la escuchaba decir a sus aprendices.

Bañaba sus terrones con agua fresca, sin ahogar la tierra generosa, para luego machacar hasta suavizar la pasta y dejarla deseosa de reposar. Armaba arepas grandes de arcilla, amoldándoles con un plato de peltre, viejo, hermoso y descascarado, tal como empezaba a verse ella. Sobre las arepas disponía largas culebritas, con paciencia y orden. Las manos de mi niña eran delgadas, diestras, firmes, nunca dudaron, siempre estuvieron dispuestas, prestas a su faena. Tomaba sus cucharas de tapara y alisaba, alisaba. No dejaba huellas, ni líneas o fisuras.

—Para que no haiga rayas  —le insistía a las nuevas niñas brujas de manos hacendosas.

Con hojitas de guayabo, mojadas en agua templada, emparejaba y pulía, hasta que el cacharro le quedaba listo, dispuesto para la sombra.

—En unas veces más, en unas veces menos. La luna manda.

La última lechada, de arcilla roja, se venía cuando las piezas y mi niña habían descansado el pulso. Tomaba una pluma de gallina empapada en caolín y le hacía adornos primorosos al cacharro. Luego bruñía la loza con piedras bien pulidas que recogía del río. Era lo que más le fatigaba el cuerpo, le dolía la nuca al terminar.

La quema, con leña menuda y bosta de vaca, en fogones abiertos al cielo, era siempre en menguante, pues había que respetar mis fases.

—Porque si no la loza se revienta, se pone pesada y se friega, no aguanta la cochura.

Era el oficio final, siempre convidando a la providencia.

Le quedaban bellas sus chirguas a mi niña, eran su especialidad. Las aprendió a hacer desde pequeñita; unas vasijas perfectas, con sus dos orejas asomando a cada lado.

Varias veces se acercaron a su casa, resguardada por San Rafael Arcángel, gente curiosa interesada en discernir entre la obra y la belleza. Mi niña Teodora era prudente, amorosa. No despreciaba ninguna opinión. Ella conocía el valor del proceso y del resultado. Dispensaba la sabiduría de quien creció con la arcilla en las manos, con el conocimiento de la sal del barro en las papilas. Con la holgura de quien amasaba de sol a sol, y a la hora de la quema, se hacía diosa, conjurando saberes que no tiene definición.

—Mi loza no se quiebra —me susurró siempre, agradecida y atenta a mi sonrisa.

Cuando se vio las primeras grietas alrededor de los ojos, dejó las piezas grandes en manos de sus iniciados. Fue tan buena alumna como maestra, se prodigó en sus manos y enseñando. Le dio vida a la tierra bajo sus pies; forma y uso, con gentileza, integrada a todo lo que le rodeaba.

Mi Teodora no recordaba en que año había nacido, la memoria se le fue rezando. Sintió un mazazo en la cabeza y se le estropearon casi todos los recuerdos. Vivió más de cien años. Yo le he seguido, tanto como ella a mí. He deseado tenerla aquí, arañando con su olfato mis vetas, hasta encontrar esa masa prodigiosa que convierte en vasijas. Pero siempre me necesitó desde su lugar, ordenando su vida en función de cómo me mostraba ante sus ojos. Mi niña, la senda que anduvo, la arcilla que transformó y yo, estuvimos relacionadas por los eternos ciclos, y el movimiento perpetuo de la vida. Un patrón que ella pilló a cabalidad, para crear.

Teodora fue luna creciente y joven. Luna llena, plena y maternal. Luna nueva, mujer sabia, cuya luz nunca estuvo oculta en su interior.

Fue de mis retoños más amados, hija de luna, niña de tierra y agua. Todo lo que yo muevo, resonó en sus manos, para moldear, llenándose con su energía femenina. Fue mediadora de elementos, y, como sus vasijas, contuvo sapiencia ancestral, para transformar y entregar.

Ella aprendió a determinar los ritmos de su única iglesia, preservando una herencia inmemorable de niñas brujas y alquimistas.


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