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La ninfa de Villa Ruselli



Ella me citó dos semanas después en su casa, coincidiendo con la ausencia de su padre que iba a visitar a unos compadres suyos en Valencia. De esta manera, ella se sentía menos nerviosa y podríamos retozar tanto como quisiéramos, sin el miedo de que alguien nos descubriese. Yo me llegué a su casa a eso de las 4:00 de la tarde y estaba frente al portón con un clavel que compré en la placita a unas muchachas que vendían flores frescas. Silvia me hizo pasar con mucho recato, fijándose que nadie estuviese fisgoneando nuestros asuntos. Subimos en silencio al cuarto que compartía con el padre mientras nos acariciábamos con las manos llenas de nervios. Cuando se cerró la puerta del cuarto detrás de nosotros, miré a Silvia en la penumbra, solo iluminada por una pobre lámpara de mesa. Llevaba, como de costumbre, sus vestidos largos y coloridos. El cabello le caía sobre los hombros, aunque descubría su cara con una peineta. El rostro le temblaba y pensé que tal vez estaba arrinconando a una criatura inocente, pero incluso en la culpa la deseé. Entendí, en ese momento a solas, cuanto había fantaseado con su cuerpo y con las ganas de hacerle el amor.

Di un paso, pero ella retrocedió la misma distancia. Sonreí, tratando de calmarla:

— Tranquila, no hay nada que temer.  

— No, sí lo hay —fue lo que respondió, mirándome fijo con sus ojos de azúcar morena. En la forma que me observaba reconocí a Ermelinda, mi viejo amor de infancia, y aquella revelación me turbó. Miraba como una bruja, como una mujer antigua, como esposa de minotauro, luego completó: — Espera allí y mira.

Los hombros de Silvia brillaban en la oscuridad y los movía en círculos dejando entrever una sensualidad que no le conocía. Al mismo tiempo, había tomado con la punta de los dedos la falda de su vestido, subiéndolo poco a poco mientras contorneaba sus caderas. La imagen sugerente de su cuerpo, la forma en que se marcaban sus curvas en el vestido, hizo que se me calentara el aliento. Apareció un hormigueo en mis dedos, que se intensificó cuando estuvo el vestido sobre sus rodillas. Tragué hondo, torturado por la espera y la miré a los ojos implorándole que parara ya su juego maquiavélico.  

— Mira mis piernas, es allí donde descubrirás el secreto.  

Volví la mirada a sus piernas y las vi al descubierto. Pero en vez de encontrarme con unos muslos blancos y torneados como siempre me los había imaginado, estaba ante mí una abominación de la naturaleza.

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