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Las hermanas


La diosa comenzó a hablarme cuando sangré. Aquello fue una fiebre que me empezó en la cabeza y se me escurrió por las piernas. Yo estaba parada encima de un hormiguero y dejé que mis hilitos cayeran en la colmena como una garúa de óxido. El flujo alteró a los bachacos, que embistieron con sus pinzas a los compañeros más próximos, poseídos por el frenesí que manaba de mi cuerpo. Ahí escuché a la diosa. La escuché rugir de alegría en el viento por haber encontrado a otra como ella.

Por Natasha Rangel



Nadie sospechó del bosque,
las niñas feroces
en la casa de Gretel, solo de Gretel
en la cual una bruja
no nos engordó a nosotras
sino a nuestra desgracia
todavía incipiente, inadvertida.

Para bien y para mal, Corina Michelena

I

La sombra de las tijeras cruza el rostro de mi hermana como un piquito guacamayo a punto de desgarrarla. Yo sostengo el mechón de cabello con los dedos. Mis rodillas tiemblan sobre la cama, contradiciendo la seguridad de mi corazón.

    Debo cortar el cabello de mi hermana para salvarla.
    La diosa de ojos rojos me lo ha dicho.
    No hay otra manera.

El cabello de mi hermana es tan bonito,
como si una familia de abejas hubiese anidado en el vientre de mi madre
y hubiese convertido la miel en hebras sedosas
que se prendieron en la cabeza de la hija.

Ahora, tengo que hacerlo ahora.

Antes de que vengan a poner pendentifs en la melena hermosa de mi hermana y escondan inciensos en los hoyuelos del tocado para protegerla de los demonios.

He visto la ceremonia prohibida. Sé lo que le harán.

Ya no la dejarán dormir conmigo ni podremos perseguirnos por los corredores de la casa mientras zigzagueamos entre las piernas de las mujeres de servicio, que suelen reír al vernos.

Por quedarme colgada de sus sonrisas
no había reparado en las estacas que llevaban en las manos
¿Siempre las cargaban consigo?

Pero el momento ha pasado: Astrid tiene los ojos abiertos como si acabara de emerger del caos y estuviera admirando el mundo por primera vez.

Y aún así, hermana, no sabes, no tienes idea de la crueldad.

Mi garganta se reseca cuando me sujeta de las muñecas y me empuja hacia el suelo.

    —¿Qué estás haciendo, Juliette? —interroga entre dientes.

Los dientes de mi hermana repartían
la misma mordida inmisericorde
para las hojas de los tréboles
y las hogazas de pan.


Quiero pedirle que nos escapemos, que nos convirtamos en niñas eternas del bosque. Intento explicarme, pero se me corta la respiración. Es a causa del tabú que me impide dominar las capas de saliva y de lágrimas que se me acumulan detrás de la lengua. En el llano no nos dejan hablar de las discípulas. Las viejas nos atan la lengua con hilos de moriche mientras cantan para que no podamos repetir su verbo, para que no digamos la verdad: te llevarán a la galería de los espejos, Astrid, entre los clavos de canela y el esperma de las velas. Te arrodillarán ante los altares y te harán beber el aliento de los espíritus. Hombres y mujeres de todas partes se postrarán frente a ti y se secaran sus mocos y su inmundicia con tu cabello precioso, y a ti te dejarán todos sus yuyus, todos sus padecimientos. Quedarás contaminada, hermana, y no tendrás retorno.

(Astrid se ablanda debido a mi semblante).

    —Shhh, shhh, ¿qué pasa, Julie? ¿qué tienes? —dice.

(Me aprieta contra su pecho, me mece con sus brazos).

Yo lucho contra el tabú. Me atraganto, me hago colibrí de agua. Astrid me soba la espalda, me aproxima al hueco de su cuello, que huele a dulce y a azafrán.

Tan diferente de mí, que soy pura costra y olor genital.

Empieza a cantar la nana que compuso cuando nací. Las vibraciones de sus cuerdas vocales me arrullan la sien. Procuro concentrarme, resistir la corriente de la música que me adormece el cuerpo. Hoy vendrán por Astrid porque es su cumpleaños número doce.

Si solo pudiera… alcanzar… las tijeras.


II

Recuerdo que nos gustaba tejer crucecitas de piñón en el sendero de las discípulas, mujeres genuflexas cuyos rostros de oración permanecían ocultos por un velo pétreo. Yo pegaba mi oreja en sus carnes talladas y las oía llorar como campanas. Las piedras crujían y yo sentía que mi vientre era un cristal de sábila estremecido. Astrid me decía que para eso eran las cruces, para calmar a las discípulas y que siguieran vigilando el camino hasta la galería de los espejos.

Enterrábamos el tejido bajo el manto de gravilla y después mi hermana proseguía a explicarme las propiedades de las plantas en el invernadero. Astrid enumeraba hojas, infusiones y material para cataplasmas, pero a mí lo que se me grababa en las ciénagas de la conciencia eran las semillas y frutos que podían provocar intoxicaciones y muertes. Peonía, jabillo, higuereta, parapara, este último se usaba en las bateas para lavar la ropa, cosa que me venía bien porque siempre terminaba el día manchada de barro.

Veneno. Yo quería ser venenosa como el manzanillo de playa
y que mi polen cáustico se regara sobre todos los sirvientes
—que miraban a mi hermana—
en el reflejo de las fuentes,
donde ella apilaba los pétalos de las rosas.

No tengo idea de cuánto tiempo hace que se celebra el ritual de las discípulas, pero sé que lleva más años de los que yo cuento en vida y es una práctica que vuelve a las niñas “santas” para resguardar la tierra. La costumbre es que la primogénita del jefe de la finca sea entregada a la Alta Divinidad. En nuestra familia se saltaron varias generaciones porque solo hubo varones, hasta que nació nuestra madre y entonces en el pueblo celebraron y pararon de disfrazar de hombres a sus retoños porque los pobladores ya no tendrían que renunciar a sus hijas.

Mamá murió en los altares.
Las de servicio dicen que lloró cuando nació mi hermana
y que lloró aún más cuando nací yo.
“Señor, ¿por qué me has dado hijas?, ¿por qué?”

¿Sabes, Astrid, que a las discípulas las hacen masticar caña muda para que no revelen los secretos de la galería? Lo escuché en los fogones. Allí los traguitos de aguardiente le aflojan la lengua a las cocineras, que se rotan la petaca a la vez que machacan el ajo y revuelven el guiso del almuerzo. Es parte de la ceremonia. Y a ti te lo harán, hermana. ¡A ti te lo harán! Porque no pude cortar tu cabello para que la deidad no fuera capaz de anidar en tu cabeza.

Astrid, en cambio, era serena como los tepuyes.
Mansa como los tepuyes.
Sagrada como los tepuyes.


Y es demasiado tarde. Ya has superado la prueba de valor.

    —¿Por qué pones esa cara? —me dijo la tarde anterior al llamado. Antes de las tijeras y mis piernas en el aire, sostenida de la barriga por los brazos de nuestro padre.
   
    —¿Qué cara?

    —Cara de hiena mordiendo un corazón.
   
    —Porque deseo que seas una serpiente y te arrastres lejos de aquí.
   
    —Quejeso, Julie. Qué feo.
       
    —Ojalá te hubiese llevado la Sayona esa noche.

    —Calla, niña. Es suficiente.


III

Yo creía que la Sayona tenía el verdadero rostro de la diosa. Una diosa de mirada menstrual, afilada por el pálpito de las estrellas. La conjuré con todo mi ser cuando un mes atrás enviaron a Astrid a enfrentarse a la oscuridad, armada solamente con una lámpara de aceite. Mi hermana entró descalza al monte y su luz hizo que los ojos del ganado se volvieran cocuyos gigantes.

Atraídos por su presencia de luna, las vacas la rodearon sin que Astrid se diera cuenta y abrieron paso al toro. La mano amplia de mi padre me cubrió desde la quijada como un bozal cuando traté de gritar. Su piel era rasposa como el caparazón de los grillos.

La Sayona era la sombra de las sombras,
también ella había ido al monte
para cebarse de la piel de las bestias.
Rogué en silencio que salvara a mi hermana,
pero la diosa cruel no me escuchó.

Antes de ser encomendadas a la Alta Divinidad, las discípulas deben demostrar que no temen, que pueden soportar en sus hombros los fenómenos de la tierra.

El toro era una masa de músculo contenida por una mirada que jamás podría igualar su propia fuerza. Astrid depositó un beso en el hocico aguado del animal y este, después de bañarla con un resoplido, se internó en la hierba crecida.

Eres discípula, Astrid.
Papá no dejará que seas hembra
nunca más.

    —La Sayona no es una diosa, es un espectro condenado por matar a su madre —dijo mi hermana, cuando aún podíamos jugar juntas.

    —Todas matamos a nuestras madres en algún momento, por amor o por sucesión. Además, lo que vale es el miedo. El miedo que la diosa inspira…

    —También mató a sus hijos, Juliette, por un drama de celos —insistió mi hermana en tono censor. —Esto es culpa de los cuentos del tío Jairo. No debes tomarlo en serio.

    —... yo también quiero darles miedo. Quiero darles mucho miedo.


IV

En el taller del tío Jairo se encuentra un túnel que conecta con la galería de los espejos. Solo él y las discípulas pueden cruzar por allí, primero para hacer la limpieza, el período en el que despojan a la discípula de todas sus marcas mundanas; y después para la ceremonia. La estancia olía a sebo y había moldes de madera con velones puestos en serie. Trozos de cuero seco tapizaban las vigas y el machimbrado con dibujos de la diosa de ojos rojos a punto de alcanzar al ocupante de aquel cuarto minúsculo. En las paredes había repisas de las que colgaban tiras de pabilo, tijeras oxidadas y figuritas de parafina. Hacía mucho calor, pero el tío Jairo no sudaba. Trabajaba en sus velas con una iluminación tan tenue como su existencia. Y, antes de que Astrid fuera confinada, nos contaba historias.

El tío narraba, temblando, que la Sayona
podía hacer que los hombres corrieran despavoridos.
Un segundo era deliciosa
y, al siguiente,
tenía el rostro de la muerte.

La diosa carmesí había estado muy cerca de llevárselo. Su reflujo espectral le acarició la nuca, pero el tío logró refugiarse en el terreno de las discípulas de piedra y no se detuvo hasta adentrarse en el taller, del que casi no salía desde entonces. Tampoco había vuelto a tocar un trago de alcohol. El miedo le había robado la voluntad para ser hombre y él, como nosotras, también era presa del tabú. Por eso, cuando el anuncio de mi sangre provocó que nuestro padre decidiera acelerar el proceso de Astrid, el tío me enseñó lo que ocurriría en la ceremonia.

Vi las estacas en el suelo,
vi los escarabajos y los gusanos en el cabello
de la última niña consagrada del pueblo,
vi a mi padre escupir humo —el yuyu— desde su garganta,
vi a las mujeres hacer una trenza
—cortarla—
y unirla a las otras trenzas
que conducían a la galería,
mientras cantaban en coro
una tonada para las ánimas.
Vi a la niña que abrió los ojos
espantada por la visión de todos sus reflejos
en los espejos.
Murió tres meses después.

La diosa comenzó a hablarme cuando sangré. Aquello fue una fiebre que me empezó en la cabeza y se me escurrió por las piernas. Yo estaba parada encima de un hormiguero y dejé que mis hilitos cayeran en la colmena como una garúa de óxido. El flujo alteró a los bachacos, que embistieron con sus pinzas a los compañeros más próximos, poseídos por el frenesí que manaba de mi cuerpo. Ahí escuché a la diosa. La escuché rugir de alegría en el viento por haber encontrado a otra como ella.

Nuestro padre recelaba de que la granada en mi vientre precipitara el fruto de Astrid, que se le reventara en las entrañas y la desbordara igual que a mí. Las discípulas no pueden sangrar, no pueden escarbar el abono ni lamer los caracoles.  

A mi hermana le dictaron tres días de ayuna. Lejos del sol, privada de la carne de los mamíferos y de la leche de cabra (su favorita). Yo paseaba por los corredores rehuyendo los ojos de las mujeres y tragando grueso al notar las estacas.

“¿Por qué Astrid debe ser el cordero?”,
le preguntaba a la Sayona
en los pozos de agua,
en los troncos huecos
y en el eco de los desagües de la cocina.

Durante la ausencia de mi hermana por la limpieza, me encompinché con las cocineras, que me hicieron chupar aguardiente de las mangas para el café. El alcohol me hacía bullir, me transformaba en una gota densa como la resina y me liberaba del tabú. ¡Por eso bebían las cocineras! Por eso se relamían los dedos, se subían las faldas y aderezaban la comida repitiéndose los martirios de las santas. Relatos que me servían para alimentar y entender a mi Sayona. Para elevarla en mis pedestales. Una diosa que era capaz de espantar a los hombres, de arrebatarles su vitalidad y su cordura. Una diosa destructora.

Santa Eulalia, quemada viva.
Santa Úrsula, decapitada.
Santa Águeda, prostituida
y con sus senos arrancados por tenazas.
Santa Catalina, torturada en la rueda dentada
y luego decapitada.
Santa Lucía, violada y martirizada
con aceite y pez hirviendo.
Santa Astrid, canibalizada por su padre.


Aprendí más de hagiografía con las cocineras que con el capellán del pueblo. La pasión que enroscaba sus lenguas en los detalles más grotescos de las torturas sobrepasaba la devoción, era un recordatorio morboso de lo creativa que podía ser la violencia de los hombres sobre las mujeres mientras Dios miraba para otro lado con la excusa del amor.

La diosa, en cambio, no olvidaba. Era subterránea, porosa, cíclica. Mataba a la madre por supremacía, para apoderarse de sus fieles: otra vez los hombres, que veían en ella los ojos, el cabello, la boca, la tersura del cuello calcado de la madre. Para renacer es preciso devorar el útero y parir a la madre de nuevo. 

Astrid era idéntica a mamá…
Yo era la doble opaca de mi hermana.

...las pestañas, el mentón de pájaro,
las uñas rosadas, los pies de libélula en los estanques,
la nariz pícara,
la voz de sirena,
los pendentifs de la esposa.

Nuestro padre quería que Astrid trajera a mamá de regreso.
Y para conseguir eso tenía que hacer que mi hermana fuera la Madre de todos.
La discípula protectora.

Le rogué a la diosa que lo evitara, que perdonara en Astrid el indicio de nuestra madre. La Sayona me contestó, la noche antes del llamado, a través de la tierra húmeda de tormenta. Sentí el cosquilleo de las lombrices al pegar mi oreja para oírla.

“No te angusties”, susurró, “aquellos que buscan convertir a sus hijas en santas terminan engendrando a sus propios demonios”.


V

He entendido cuál es la emoción que saliva en las sonrisas de las mujeres de la casa: es alivio.
Alivio porque no son mi hermana.
Alivio porque no son yo.
Las hijas sacrificadas del jefe del pueblo.

Alivio porque cuando ingresan a la galería de los espejos para poner las estacas en mi hermana y la preparan para los visitantes. Pueden llamarse a sí mismas doncellas al servicio de la Alta Divinidad, sin que sus carnes sufran el menor daño.

Alivio porque, al golpearme las palmas de las manos y las plantas de los pies, descargan y experimentan en mí el poder que otros podrían ejercer sobre ellas.  

He sido mala.
He incendiado los establos
y soltado a los caballos.
Quiero que me devuelvan a Astrid.
Quiero los arrullos de mi hermana,
quiero ser la única que aspire
el perfume de su cabello.
Mi padre ha mandado que me castiguen
sin que haya huellas.
Por eso me azotan con la vara.

Las filas son interminables. Salvo los martes, que viene el hombre perro, el hombre alimaña. Cientos de personas suben por el sendero de las discípulas para rendirle tributo a mi hermana. Para admirar su tocado e imaginar el color de sus labios detrás del velo ceremonial. Anhelan de ella una protección cándida, una fortuna generosa, un hendidura para esconder sus dolores, meterles ratas, y coserla por dentro.

(Necesito un cuchillo).

El hombre alimaña no debería pasar tanto tiempo a solas con una niña.

(Le he pedido al tío Jairo que me fabrique un cuchillo). 

Hoy me metí a la galería por el túnel y los espejos me revelaron una verdad paralizante: el hombre perro a cuatro patas encima de mi hermana. El hombre que muerde a Astrid, que mastica a Astrid, multiplicado en los cristales que son ojos arácnidos. Su estampida de molares aprisiona la melena de mi hermana y tira hasta arrancar parches sedosos, hasta cubrir su frente de cardenales y medialunas de baba blanca.

La tela del velo se ahueca en la boca de Astrid, que aúlla enmudecida por el efecto de la caña. Yo me destajo el gaznate con el grito que mi hermana no puede pronunciar y el hombre alimaña se fija en mí. Su mirada me abre un párpado en el pecho que aletea como si quisiera espantar una lágrima. Tengo ganas de orinar y mi vulva duele al vaciar mi vejiga en las escaleras. El chorro emerge, escuálido y lleno de aguijones.

(Quiero un cuchillo).

Horrorizada, huyo al regazo de nuestro padre. Irrumpo en su estudio como un ventarrón y mojo sus rodillas con llanto y mocos. Suplico. Él me observa a contraluz. No puedo descifrar su expresión cuando dice:

    —Una discípula que brinde solaz puede hacer que miles de niñas sueñen tranquilas.

VI

Padezco una parálisis de sueño.

Astrid está sentada en el borde de la cama. El sudario la confunde con una figura de cerámica gris. Todos los yuyus que ha absorbido son ramas que se marcan en la tela, pugnando por quebrar la vasija de carne y retornar a sus víctimas. El torso de mi hermana parece engullido por un pulpo. Advierto una presión en mi mandíbula y separo los dientes. He estado apretando, apretando, apretando.

Sé que Astrid no se encuentra realmente en la habitación. Da igual cuánto desee que sea ella la que aparezca debajo del sudario. El piso zumba y se encrespa como un tumor de arena que escupe bachacos. Mis bachacos comedores de coágulos.

Los brazos espectrales de la Sayona se asoman fuera del sudario y enseñan el ardor rojo de sus cuencas.

    “Trágatelos”, dice, con tono empolvado y señalando los bachacos, “trágatelos y regurgítalos en tu hermana. Recuérdale que los toros y los perros pueden ser domados”.

Yo había pensado en destripar al hombre-perro con el cuchillo, pero cambié de opinión por la intervención de la diosa.


El último lunes de septiembre me bañé en el río, me puse flores de manzanilla en el pelo y robé una petaca de aguardiente de la cocina para hablar sin ahogarme. Bien presentada, le pedí a mi padre que me concediera una audiencia con la discípula para solicitar su bendición.

Le sostuve la mirada a papá
como una devota absoluta.
Y me creyó.


Astrid esperaba en el templo. El lugar en el que el hombre perro entraba bípedo y terminaba, inevitablemente, cuadrúpedo. Me pregunté si nuestro padre también caería sobre sus rodillas delante de Astrid. Me pregunté por todos los hombres-perro que se habrían rendido ante mamá. Mi hermana yacía con las palmas cruzadas en sus muslos. Estática. En su cabeza las mordidas brillaban como úlceras, como muñones húmedos. El cabello no volvería a crecer allí.

    —¿Qué estás haciendo, Julie? —preguntó mi hermana, de nuevo.

Yo flexioné las rodillas y me hundí los dedos en la vagina hasta sacar el paquetito filoso que ocultaba entre mis piernas. Una ofrenda de sangre y metal.

    —Astrid, puedes matar al perro —gruñí— o puedes darle de comer. 
  
Vomité.
Las arcadas
me hicieron ácida.
Eructé insectos negros
en el piso consagrado.
El líquido embadurnó los pies de Astrid
y la diosa ascendió hasta sus ojos.


VII

El hombre perro tenía una tripa famélica. La diosa le arrancó la humanidad y lo puso a la orden de mi hermana.

El Perro desgarró y tragó todo lo que Astrid le señaló con el dedo. Su delgado dedo de santa encarnada.

Yo prendí las pacas de paja.

La canción de mi hermana, mi nana, crepitó con el fuego que consumió la casa.

Y yo la seguí, como si nos uniera un cordón umbilical invisible. Como si ella me diera a luz.

Pisamos las cabezas de los sirvientes y les metimos madreselvas en la boca. Nos carcajeamos. En el pueblo advirtieron el horror demasiado tarde, distraídos por las fiestas de la cosecha. Hombres y mujeres disfrazados con cuernos, vestidos de palma y agitando tablas con chapas, bailaban al son de tambores en los portales de las viviendas para alejar las malas influencias y esparcir un puñito de trigo. El jolgorio era un desfile de antorchas y de caminitos de ron en las carreteras de polvo.

Los gritos resonaron cuando el líquido derramado de las vasijas se transfiguró del dorado al rojo. Rojo espeso. Rojo salado. Rojo sangre.

El tío Jairo fue uno de los pocos sobrevivientes de la pesadilla y es gracias a él que nuestra leyenda circula en las comunidades. Su taller quedó intacto, con los dibujos de la diosa fuera del encuadre del cuero.

Dicen que cuando nuestra risa se escucha cerca, es que estamos lejos.
Y si se escucha lejos… es que estamos cerca.

Presta atención al viento
¿nos oyes rugir?
Caminamos en la luna menguante de la diosa carmesí.


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