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Mi viaje a la sala de quimioterapia


El trayecto a la clínica para curar el cáncer puede ser aún más aterrador en un contexto de emergencia sanitaria  y socialismo del siglo XXI. Las alcabalas improvisadas, los líderes de bandas ilegales, los antojos presidenciales y la ansiedad se cuelan en el automóvil y dificultan el recorrido. Esta es una crónica pandémica para sanar desde Venezuela

María Angelina Castillo



A veces me gustaría que fuese más sencillo. Que la idea del viaje no se tradujera en una cadena de angustias y rezos. Que mi única preocupación del día fuese preparar mi cuerpo para recibir las drogas líquidas que lo salvan, que lo han venido reconstruyendo –lenta y amablemente– desde hace un año. A veces solo quisiera vivir en un país normal.

Venezuela, desde hace años, se ha convertido en el recuerdo de la patria. Y es ahora como un cementerio abandonado donde luchamos todo el tiempo por sobrevivir. Muchos son los episodios que traen el caos a quienes aquí estamos. Y cuando se es paciente oncológico la cosa se complica más. En un sistema de salud destruido, la curación se la procura uno a partir de los muchos brazos amigos que te van sosteniendo y que te hacen olvidar por momentos que lo demás es un abismo.

Pero aquí estoy y aquí sigo mi tratamiento contra un melanoma que hizo metástasis en varios rincones de mi cuerpo. Ha tocado ser valiente y lo hemos ido haciendo bien, no solo al enfrentar la enfermedad sino también la calle y sus inconsistencias, la calle y los monstruos que acechan cada vez que debo salir a la clínica.

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Los monstruos en Venezuela no se ocultan debajo de la cama. No esperan ansiosos, relamiendo sus colmillos, listos para morder cuando uno abra, descuidadamente, la puerta del clóset. Los monstruos aguardan uniformados en las alcabalas, en las oficinas de la autoridad, en las tanquetas que despliegan sus alas cual murciélagos y trancan el asfalto esperando por nosotros. Van camuflados de verde o negro, o simplemente enseñando el arma de fuego que los convierte en juez y verdugo en un mismo gesto.

Pero los monstruos en Venezuela no siempre fueron monstruos. En algún momento cumplieron su juramento de proteger al ciudadano; luego la corrupción y la impunidad, luego el discurso de odio, los fueron deformando en garabatos de sí mismos, en bocetos grotescos de lo que se pensó sería un modelo. Son ellos a los que encuentro cada vez que debo salir de casa a la clínica para aplicarme mi tratamiento contra el cáncer.

Desde que comenzó la pandemia y se decretó la cuarentena en el país, dos semanas al mes las personas podemos transitar sin demasiadas trabas por carreteras y autopistas; las otras dos no. En una dinámica improvisada, el Gobierno ha implementado el famoso 7x7 (una semana de encierro y otra de libertad) que suele arrastrar alguna frase definitoria que no tiene mayor sentido: está la semana de “cuarentena radical, consciente, familiar y comunitaria con máxima vigilancia del Estado”, pero también la semana “flexible limitada con cerco sanitario”. Aunque desde finales de febrero todas las semanas han sido de confinamiento, estamos por cumplir un mes de “radicalización” quienes vivimos en los estados con mayor número de casos de Covid-19 registrados. Así, en las principales avenidas y calles del país se instalan puntos de control oficial que no responden a una normativa o política sanitaria para prevenir el contagio en la ya-no-sé-qué-número-de-ola del Covid-19. No. Allí operan en función a su estado de ánimo y gusto, de si ese día se levantaron de buen humor, de si les caíste bien o no. A juicio del monstruo, como todo lo demás en Venezuela, uno pasa el cerco o no. Vayas a donde vayas, tengas la emergencia o el cargo sanitario que tengas.

En ocasiones mi tratamiento coincide con estas semanas de encierro. Entonces el trayecto se convierte en miedo a que el uniformado te detenga, te pida los papeles que están en regla aunque él considere que no, te haga orillarte, te quiera sacar dinero porque “cómo hacemos” o decida devolverte para tu casa. Y mi tratamiento no puede esperar; tampoco las mezclas que me inyectan y que tienen un tiempo de vencimiento fuera de su recipiente. Así que uno va rezando, carnet y salvoconducto en mano, para que ese día al monstruo le caigas bien.



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Los preparativos para ese viaje comienzan más o menos así: los días previos a la cita en la clínica, hay que monitorear las redes sociales constantemente, consultar cómo ha estado la vía a través de los grupos de WhatsApp que van desde la Junta de Condominio hasta “Movilidad Región Capital”, pasando por los de reportes de luz, colas para surtir combustible y los servicios de Hidrocapital. El manual de preguntas frecuentes incluye: cuántas horas de cola, en qué zonas hay más retraso, qué carretera está colapsada, dónde piden salvoconducto, qué debe decir ahora el salvoconducto, llegó la gandola a la estación de gasolina, qué anunció anoche Nicolás Maduro o Delcy Rodríguez o al que le tocó el turno.

Esperemos que a alias El Coqui –el líder de una megabanda delictiva que controla parte del oeste de Caracas– no se le ocurra caerse a tiros con los uniformados o que a los uniformados no se les ocurra lanzarse operativos de matanza en ninguna zona popular. De mi casa a la clínica debo atravesar por lo menos tres zonas así y no puedo retrasarme por ningún ajuste de cuentas.

Entonces uno le va pidiendo al Universo que ese día las energías fluyan, que el uniformado ni te mire y que el tanque de gasolina del carro aguante para luego poder hacer el viaje de regreso, sorteando exactamente los mismos obstáculos; y que al volver a casa haya agua y no se haya ido la luz, para poder quitarme de encima la sensación de Covid y dejar al cuerpo descansar.

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Hay anécdotas que parecen inventadas por lo inverosímil. En el más reciente viaje por mi tratamiento, El Coqui y los suyos decidieron asaltar un puesto de los uniformados en busca de baterías antiaéreas que, al parecer, como que no, no estaban ahí. En su lugar había varios fusiles AK-103. Aquello fue una fiesta psicótica de balas y civiles corriendo, ocultándose, protegiéndose, pues el pandemónium tuvo lugar en plena calle a la luz del día, como quien sale un momentico a la tienda de la esquina a comprar algo.

Luego del enfrentamiento y ver sus objetivos frustrados, los miembros de la banda arreglaron sus cuentas internas a tiros, lo que dejó cuatro antisociales muertos. Según reportaron medios locales, sus cadáveres fueron arrojados por un bajante de desperdicios cerca de un túnel en Caracas. De este episodio quedaron muchas historias y heridos, como la vecina a la que alcanzó una bala perdida o el médico a quien, tras rogar por su vida, le fue arrebatada su motocicleta. Luego reportarían medios de comunicación y usuarios de Twitter que la banda le regresó su vehículo. El hecho convirtió a El Coqui en una suerte de héroe renegado para muchos. Venezuela y sus trastornos. Venezuela y sus equivocaciones. La última vez que en el país alabaron al protagonista de un acto ilegal –como, por ejemplo, un golpe de Estado– terminó este ganando las elecciones en 1998. Lo demás ya lo sabemos.

Mientras aquello se descontrolaba, yo regresaba a mi casa. Afortunadamente mi vía no se cruzó con la del Coqui. A veces se cruza con la de los uniformados asesinando malandros en un barrio cercano y la cosa se vuelve tráficos, caos y tensión.

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Pero logré volver a casa. A bañarme y desinfectar hasta mi memoria en un intento desquiciado por alejar el coronavirus del hogar. La primera de estas 23 sesiones de tratamiento fue tres días antes de que iniciara la cuarentena en Venezuela. Uno vivía con menos miedo. Aunque ya desde las esferas del poder anunciaron que en abril llegarán 60.000 dosis de “candidatos vacunales” desde Cuba: las llamadas vacunas “Soberana 2” y las “Abdala”, sea lo que sea que aquello es. Quién sabe. Y como desde el poder prohibieron el ingreso de la vacuna AstraZeneca al país para poder contener la pandemia y las muertes. Quién sabe. Solo a veces quisiera que todo fuese un poco  más sencillo.


       
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