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Nunca más un niño Jesús


Al día siguiente todos en la casa se mostraban más preocupados ante esa fiebre que parecía no dar tregua. Todos confiábamos en que iba a mejorar.

Por Ana Sánchez Ortega


Las niñas en sus regazos temblaban ingenuas con las bocas llenas de preguntas: “¿Adónde se fue? ¿Cómo es el cielo? ¿Qué es morir?” Un soplo helado despertó una profunda sensación de vértigo en mi pecho; mientras que la luz de la bombilla se mezclaba con el claro de luna colado del patio y los colores de los fuegos artificiales típicos de aquella época. Sobre unas poltronas de mimbre abrazaban mis tías a las niñas que quedaron huérfanas de hermano. Me ahogaba la pesadez de mis ojos inundados de lágrimas y la inseguridad de unos brazos vacíos que anhelaban el cuerpo al que no estrecharían nunca más.

La noche en que otras casas se vestían de colores y alegría, la nuestra estrenaba el luto y la tragedia. El jeep eléctrico quedó escondido en el cuarto de los chécheres como el regalo para el niño que partió antes de tiempo. Las ruedas de plástico no mecerían nunca el peso de las travesuras para las que fueron destinadas a cargar. Nadie tocaría la bocina. Guillermo se había ido sin despedirse, sin aprender al menos a pronunciar su nombre completo. “Guilli, Miqui, Tata, mamá” eran parte de su vocabulario minúsculo.

Mi hermana Adela, con su esposo y sus tres hijos, se instalaron en nuestro hogar. Hacía tres meses que un problema sin sentido los había hecho salirse de su casa, mientras la empresa de electricidad se encargaba de arreglar la falla en los transformadores que dejó en tinieblas gran parte de la zona en la que ellos vivían, incluido su townhouse.

Ese 24 de diciembre aquella negligencia cobró sentido ante la espesa mortaja de una realidad que nos envolvió a todos. Los meses de estadía inesperada eran una especie de regalo adelantado que nos permitió aprovechar el tiempo junto al pequeño, sin imaginar lo próxima que estaba su partida. Guillermo era el sobrino menor y su piel quedó amoratada y fría por una extraña enfermedad que nadie lograba comprender. Un “lele” había sido el primer síntoma de su malestar; su queja inocente y la falta de apetito advertían que algo no andaba bien.

Recuerdo a mamá con el niño en brazos, acurrucándolo en la mecedora a la espera de que mi hermana llegara del trabajo. La calentura que incendió sus ojos pradera lo invadiría más tarde ese mismo día. Todos pensaron que podría tratarse de algo viral. Una de esas enfermedades que las madres destierran del cuerpo a punta de jarabe de hierbas con miel y paños ahogados en agua tibia. Esos días, Abril y Mariana eran dos guacamayas con las alas cortadas que solo podían jugar por los pasillos. Ninguna entendía qué le pasaba a su hermanito. “Giuseppe está enfermo”, explicaba la abuela para que se quedaran tranquilas.

Mientras mecía al pequeño entre su pecho, él asfixiaba tres de sus dedos en la calidez de su saliva. Mi hermana lo llevó junto a su esposo a la consulta con el pediatra y el régimen de acetaminofén cada seis horas se instauró en el hogar después de su regreso. El jarabe de tutifruti artificial hacía llorar al niño sin lograr algún otro efecto. Al día siguiente todos en la casa se mostraban más preocupados ante esa fiebre que parecía no dar tregua. Incluso las pequeñas dejaron los gritos de urracas en consideración al hermanito al que le dolía la cabeza. Esa misma noche lo sacaron de emergencia a la clínica y, antes de amanecer, ya lo habían trasladado a un centro médico más sofisticado en una ciudad cercana.

Todos confiábamos en que iba a mejorar.

Aquel diciembre en casa, mamá y papá trataban de disimular los nervios y seguir adelante con la preparación de la fiesta para recibir a ese niño Jesús que tanta ilusión les hacía a Abril y a Mariana. Dos días transcurrieron sin que pudiéramos ver a Guillermo. Las noticias nos llegaban a través de la voz quebrada de mi hermana y los “pronto estaremos en casa” de mi cuñado que se empeñaba en animarnos. Pero, como la rueca averiada de la abuelita Carmen, parecía que después de ese viaje nada volvería a andar igual.

Aquel 24 de diciembre por la tarde, la casa estuvo llena de familiares a los que pocas veces veíamos y con las estrellitas encendidas todos intentaban divertir a mis sobrinas. Ellas reían y agitaban con fuerza las varas entre sus manos, inhalando el olor del hierro quemado entre esa breve explosión, hasta que el ruido del teléfono dejó la sala en silencio. Esa llamada, la cara de papá y su voz entrecortada fueron el detonante de una ola de abrazos y llantos que nos arroparon a los más pequeños. A Abril y a Mariana no les encendieron más bengalas, pero mi madre las tomó como una gata en celo que intenta proteger a su cría de un dolor al que ellas eran de cierta manera ajenas.

El primo Flavio parecía no comprender la situación y, pese a que ya casi cumplía los nueve años, hacía chistes inocentes por ver a tantos hombres “llorando como niñas”. Presenciar cómo papá se quebraba de esa manera también me pareció un poco raro, pero mis lágrimas salieron sin previo aviso y una puntada en la boca del estómago me hizo tirarme contra el suelo. No tuve tiempo de cuestionar nada. Para todos, la muerte se había instalado en la casa aquel diciembre y, como un Herodes, había ido contra el más pequeño.

La figura de Guillermo dentro del ataúd fue algo que me negué a presenciar,
aunque ya no era tan niña. La imagen de un angelito en una urna, durmiendo sobre pañuelos de seda blanca —como describieron luego mis tías— no la quise cargar jamás conmigo. Pero las caras de mis sobrinas después de que les dijeran que ese año no llegaría el niño Jesús… que Guillermo había muerto… que debíamos ir al funeral para despedirlo antes de que se fuera al cielo, es algo que revivo cada 24 de diciembre.

Ahora sin pirotecnias ni regalos, entre estas paredes en silencio después de cargar tantos gritos y llantos, Adela hunde entre su pecho a un niño al que imagina como suyo. La calidez de sus dedos ya arrugados, bailando despacio por la tersa espalda de plástico mientras sus poros despiertos al tacto escudriñan entre la madeja de hebras sintéticas para calmar el hambre de un hijo que ya no existe. Abril y Mariana están a su lado, sin preguntas, solo siguiendo el juego maldito en el que se sumió la memoria de su madre desde hace ya más de quince años.
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