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El lugar de donde emergió la ciudad capital de Venezuela resguarda celosamente los recuerdos de los hechos que marcaron el rumbo de la nación

De un momento a otro, la serenidad que reinaba en el lugar es perturbada por un indigente que secuestra del piso a una incauta paloma. Las señoras y los señores de avanzada edad que reposan en los banquitos le exigen que deje al ave allí, que haga caso, pero no obtienen atención a sus requerimientos. Unos segundos después todos vuelven a lo suyo.

“Ese se la va a comer”, dice un joven que está sentado a mi lado. Pronto se graduará de sociólogo y suele sentarse allí a esperar a su novia. Pregunta si soy poeta, pues me ha visto tomar nota. “Me gusta escribir lo que veo”, le respondo, y le comento que me da la impresión de que allí todos se conocen.

Abre los ojos y dibuja una sonrisa: ¡Sí! Es como gremio de jubilados. Y suena su teléfono.

Los más de 30 ancianos que están sentados cerca de nosotros ignoran nuestra conversación. Probablemente ignoren hasta sus propias conversaciones. Pasan una buena parte del día en la Plaza Bolívar de Caracas ignorando al resto del mundo. Descansando.

Están las señoras con sus cabellos mal pintados que asoman de nuevo las canas, que usan camisas holgadas para disimular la panza y que agarran fuerte la bolsa que contiene lo poco que llevarán a casa. Leyendo el periódico. Descansando. Están los señores que usan gorra para esconder la calvicie, chaqueta de cuero y zapatos de vestir gastados bajo el inclemente sol que mantiene a la ciudad con una sensación térmica de más de 30º C. Leyendo el periódico. Descansando.

Van de un lado a otro, se saludan entre todos, preguntan por los conocidos, se desean cosas buenas y se despiden con una sonrisa. Son los únicos allí que parecen disfrutar realmente de estar en la plaza. Y las ardillas. Y las palomas. Y las iguanas.

El caraqueño más joven atraviesa cada una de las cuatro entradas esquineras y cada uno de los puntos medios con paso rápido, mirando siempre hacia adelante y detallando de reojo a quien se le acerca demasiado. Muy pocos aprecian las cuatro jardineras verdosas y llenas de vida o esas cuatro fuentes que representan las estaciones del año y que muestran a bebitos dorados con poses sugestivas. Parece que a nadie le interesa que Simón Bolívar, el Padre de la Patria, sea depósito de guano citadino o de coronas de flores que tienen mensajes escritos con escarcha. Los turistas, en cambio, no son celosos en regalar miradas interesadas en lo que se encuentra a su alrededor. Un bolso enorme, poca ropa y una piel rosada por efecto del sol. Un librito de sitios turísticos de Caracas que compraron en el aeropuerto. Y Click. Click. Click.

En las primeras páginas del librito de sitios turísticos de la capital seguramente reza algo como esto, pero en otro idioma: “El 25 de julio día de Santiago, de 1567 el conquistador español Diego de Losada llega al sitio que ocupa hoy la Plaza Bolívar, y grita tres veces dando golpes con su espada: Si hay alguna persona que me contradiga que salga a lo pedir y demandar; pues yo a nombre de mi Majestad lo defenderé”. Así, en ese lugar, nació Santiago de León de Caracas, hace 447 años.

El general de brigada Eumenes Fuguet Borregales explica que la fundación de la ciudad se realizó siguiendo al pie de la letra las leyes de Indias, tomadas por España de las antiguas Grecia y Roma, “las cuales establecían que el jefe expedicionario levantaba su espada en símbolo de dominio. Al momento de clavarla, un soldado auxiliar extendía un cordel para trazar las diferentes áreas que ocuparían la Plaza Mayor y las primeras edificaciones públicas”.

Alrededor de ese espacio público emergieron las primeras viviendas de la ciudad, creando varias cuadrículas. En la prehistoria, nuestros antepasados organizaban su comunidad en círculos. El espacio central que resultase era usado para como escenario para la interacción de la comunidad. Así nacieron las primeras plazas.

La actual dirección es sencilla: se encuentra en el centro de la capital, cerca del Capitolio, caminando por la estación del Metro del mismo nombre, bajando desde la avenida Urdaneta o hacia arriba avenida Universidad. Está rodeada por las esquinas Las Monjas, La Principal, La Torre y Gradillas, custodiada de cerca por edificaciones de alto valor histórico como la Catedral de Caracas, el Palacio de Gobierno, el Palacio Municipal y la Casa Amarilla. El canto de los compradores de oro, oro, oro son el indicio de que se está cerca de la Plaza Bolívar, antes Plaza Pública, antes Plaza Principal, antes Plaza Central, antes Plaza Vieja, antes Plaza Nueva, antes Plaza de la Constitución, antes Plaza de la Reunión, antes Plaza de la Catedral, antes Plaza del Mercado.

La Catedral, blanca como la nieve, se encuentra al noroeste en la esquina superior derecha. Fue construida entre 1665 y 1674. Allí recibieron el sacramento del bautismo tanto el Libertador como el prócer Francisco de Miranda. Durante muchos años fue la construcción más alta de la ciudad, título que hoy ocupan las Torres de Parque Central. No muy lejos de allí, frente al arco que precede sus portales de madera, en la plaza, siempre se apuestan predicadores de la palabra de Dios.

Uno de ellos es Inés Pacheco, un hombre moreno de unos 50 años que se dedica a difundir el mensaje del Creador desde hace mucho tiempo. Carga una Biblia bajo el brazo, aunque él mismo critica que la mayoría de “las personas la usen como desodorante y no como es debido”. Cree en todo lo que aparece en el libro sagrado, lo demás es creación del hombre “¿Y a quién debe hacerle caso uno, al hombre o a Dios?”.

Asegura que prefiere acercarse a cada persona por separado y no gritar en pleno espacio público porque así consigue más atención y retroalimentación, aunque cualquier opinión contraria es vista por él como muestra de ignorancia o mala fe. “Si surge alguna duda, voy a la Biblia y consulto. Lo que sale allí es lo que es”, explica. Y de verdad lo hace. Y de verdad se molesta si lo contradicen.

Eventualmente debe pelearse la atención de los presentes con el sonido de las campanadas del templo, de los carritos de helados que conducen extranjeros o de algún otro predicador, bien sea religioso o político. No, no de los diputados que debaten a pocos metros en la Asamblea Nacional, sino de los que ocupan desde hace años la llamada “Esquina Caliente”: un colectivo en el que sus integrantes se reúnen durante el día bajo un pequeño toldo color rojo para ver la transmisión del canal del Estado, Venezolana de Televisión, y ofrecer un micrófono abierto para los que quieran hablar bien del gobierno y mal de la oposición.

Son los dueños del lugar desde la coyuntura política por la que atravesó el país a principios del nuevo milenio, en parte gracias al paro petrolero auspiciado por la oposición al mandato del presidente Hugo Chávez, del golpe de Estado perpetrado contra este aquel fatídico abril de 2002, de la cero tolerancia hacia los diputados de la tolda contraria y de los conflictos con la Policía Metropolitana y la Alcaldía Mayor. Fue cuando se dieron las agresiones físicas y verbales y los gases lacrimógenos. Fue cuando murieron las perezas que habitaban los árboles de la plaza. Y las ardillas. Y las palomas. Y las iguanas.

Cuánta diferencia habrá con la rebelión popular del 19 de abril de 1810, cuando los representantes de seis provincias de Venezuela (Caracas, Cumaná, Barinas, Margarita, Mérida, Barcelona y Trujillo) presionaron a Vicente Emparan, líder facultado por la corona española, para que renunciase a su mandato, que culminó en el balcón del cabildo a consecuencia de lo que podría ser el primer referendo de la historia del país y el primer gran paso hacia la Independencia.

Cuánta diferencia habrá con aquella costumbre colonial de ejecutar allí a los enemigos políticos y revolucionarios que actuaban en contra del gobierno español. Los sentenciaban, los decapitaban y luego los descuartizaban. Los restos del cadáver eran colgados en lugares visibles para todos los caraqueños y visitantes de la ciudad. Tal y como les pasó a José Leonardo Chirino en 1796 y a José María España en 1799.

Las ardillas, de pelaje completamente negro, se muestran precavidas al momento de bajar de algún árbol y tomar el alimento que le ofrecen las personas. Las palomas revolotean por todos lados. Frenéticas. Descargando su cargamento sobre algunos desafortunados o posando para las tradicionales fotos junto a los niños. Las iguanas se detienen en el medio de dos jardineras. Atentas. Luego corren despavoridas hacia su refugio vegetal. Las perezas ya no están.



Los perritos callejeros descansan en el granito traído de El Ávila que cubre el piso. Marcan territorio en alguno de los faroles o fuentes de origen francés. Se persiguen entre ellos y buscan desesperadamente la manera de copular. Antes que ellos, en los años 20, un can era verdaderamente especial en el sitio. Se llamaba Cenizo, o eso dice la gente. No dejaba que otro perro se acercara a la estatua ecuestre de 40 metros de Simón Bolívar, hecha en Alemania por un escultor italiano e inspirada en la obra que se encuentra en la plaza homónima de Perú. Cuando murió fue reseñado en la prensa de la época.

Y hay otras y variadas historias increíbles alrededor de la Plaza Bolívar de Caracas, como el mito del “duende de la Catedral”, un hombre pequeño con aspecto diabólico que asustaba a los transeúntes en las noches desde época colonial. O el de Cipriano Castro que se lanzó desde un balcón de la Casa Amarilla durante el terremoto de 1900. O el de las famosas retretas de los fines de semana, que dieron paso al nacimiento de la Banda Marcial de Caracas. O los cuentos de ahora, sobre lo peligroso de sus noches.

Y sin contar con las historias de las Plaza Bolívar de Colombia, Costa Rica, Egipto, El Salvador, Irán, Perú, República Dominicana, Estados Unidos, México, España, Francia, Reino Unido e Italia. Así como también las otras de Venezuela, en casi todas las ciudades del país, excepto en Ciudad Guayana.

Y sin contar que son tan pocos los que saben eso. Pasan a toda prisa entre las esquineras a su destino, porque la Plaza Bolívar de Caracas es ahora más un camino fácil a un lugar de encuentro, aunque de vez en cuando se asoman por allí algunas tradiciones. Sobre todo en fechas especiales. Pero el resto del tiempo las personas andan ignorando. Leyendo el periódico. Descansando.

Por José Márquez
Fotografía: Luis J. González C.
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