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Rodolfo Izaguirre vuelve sobre Lo que queda en el aire


El más reciente libro del ensayista y crítico de cine venezolano, publicado por Gisella Cappellin Ediciones, es un homenaje a la bailarina Belén Lobo, quien fuera su esposa, y a la nación cultural que quiso modernizarse y no pudo. A través de anécdotas y pasajes históricos, el autor va reconociéndose en su sensibilidad y celebrando la vida de una mujer con la que disfrutó la aventura de amarse

María Angelina Castillo


Rodolfo Izaguirre baja despacio las escaleras y es como si danzara. Asegura un pie y luego el otro. La mano firme sobre el barandal de madera que conecta el primer piso con el vestíbulo de la casa. Entonces eleva la mirada, buscándome. Se detiene. “Yo antes tenía muchas preocupaciones —dice—. Ahora solo tengo una: no caerme”. Reímos. “No hay prisa —le contesto—. Aquí lo espero”.

Arranca la conversación, mientras de la cocina escapa un olor a café recién colado. Muy cerca, el enorme ventanal que hace de puerta corrediza deja pasar la brisa suave de la tarde. Aunque el sol, inclemente, aceche desde afuera, adentro solo hay lugar para la calma.

Rodolfo Izaguirre (Caracas, 1931) es un escritor, articulista y crítico de cine venezolano. En su juventud, integró agrupaciones literarias como Sardio y El Techo de la Ballena, y estuvo al frente de la Cinemateca Nacional de Venezuela por veinte años. A mediados de los años sesenta se casó con la bailarina y maestra de danza venezolana Belén Lobo, que formó parte de la generación pionera del ballet en el país. A ella dedica su más reciente publicación Lo que queda en el aire (Gisela Cappellin Ediciones, 2023).

El libro es un ejercicio de sensibilidad cultural y un precioso homenaje al amor. A través de anécdotas y pasajes históricos, Izaguirre narra su infancia y la de Belén, cómo llegaron a conocerse y hacer un hogar, las amistades compartidas en el medio artístico y el nacimiento de una nación democrática tras la caída de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. El texto, además, es una reflexión sobre cómo el país cultural se quedó, al final, a medio camino entre la barbarie y la modernidad.

¿Cómo comenzó este libro?
Tú sabes que el pas de deux es el momento culminante del ballet. Porque es la relación de la pareja. Entonces ella tiene su propio movimiento y él también. Entonces la estructura de ese libro es un pas de deux. Belén se va acercando, tiene su propia variación. Yo también tengo la mía. Vamos haciendo las variaciones, nos vamos acercando. Y la pareja se ve, se entrelaza; se unen las piernas, los brazos. Él la levanta; ella hace la promenade, dificilísimo porque es una cosa de equilibrio perfecto. Hacen su movimiento y terminan acostados, en el amor. Esa es la estructura del libro: el encuentro de Belén y Rodolfo. Para mí fue un privilegio porque era una mujer preciosa, bailarina, culta, de lecturas. Se reunía más con escritores, con pintores, con músicos que con propios bailarines. Nosotros nacemos en un país que estaba surgiendo porque terminaba el gomecismo. Yo tenía cuatro años cuando murió Juan Vicente Gómez; y Belén, tres. En la infancia nos tocó un país que emergía de una cosa primitiva y avanzaba hacia una democracia que no se sabía qué era, porque nunca la habíamos conocido. Habíamos ido de caudillo en caudillo, de militar en militar. Nosotros somos flores de loto que nacen del pantano. Y detrás de nosotros está un país buscándose a sí mismo.

Se desarrollan en paralelo el nacimiento de un amor y de un país cultural…
Cuando nace Belén está naciendo el ballet, porque en 1917 llegó a Puerto Cabello Anna Pávovla con su famosa compañía, con la que recorrió los cinco continentes. Luego, fue en el liceo Fermín Toro, que acababa de fundar el presidente Isaías Medina Angarita, donde se creó la primera cátedra de ballet. Surgen Vicente Nebreda, Sonia Sanoja, Graciela Henríquez. La Nena Coronil, en tiempos de Rómulo Gallegos, crea la Escuela de Ballet que lleva su nombre y luego la compañía profesional. Y, en paralelo, estaba un muchachito que todavía no tenía edad para montarse en el poyo de la ventana y ver por las celosías lo que estaba pasando en la calle: el saqueo de las casas de los gomecistas. A los cuatro años yo vi por primera vez la violencia política que me acompañaría toda mi vida, porque este es un país muy violento. A este muchachito le gusta el cine. En los años cuarenta se crea Bolívar Films. Así, por primera vez un tipo de Maturín vio cómo era uno de San Cristóbal, porque no se conocían, no había carreteras. Gracias al cine supimos que había un país. Y en los eventos que organizaba en Nuevo Circo el poeta Juan Liscano los grupos folclóricos comenzaron a conocerse entre ellos. Así vi por primera vez un Tamunangue, unos Diablos Danzantes de Yare. Y supimos que había un país cultural.

Vivieron esa nación que buscaba modernizarse. ¿Y luego qué pasó?
Crecimos buscando esa democracia. Pero ese país no encontró el rumbo que quería. Porque una de las mayores frustraciones de este país es que no enterramos lo suficiente a Juan Vicente Gómez. Ahí están los militares todavía. Y la otra frustración es que buscamos la modernidad y no la encontramos. Porque algo ocurre, alguna circunstancia política o económica, que impide que encontremos la modernidad. En la Venezuela actual hay una tecnología ajena que nos impulsa hacia adelante, pero vamos hacia atrás. Me acuerdo tanto de Teodoro Petkoff: “Estamos mal, pero vamos bien”. ¡Y cómo es eso! O, peor todavía, Carlos Andrés Pérez siendo presidente de la República: “Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario”. ¡Pero entonces, pues!

¿Es que el país no termina de entenderse?
Eso es. No como quien va, sino como quien viene. Eso está en el ADN del país.

Volviendo sobre Lo que queda en el aire, ¿cómo se organizan las memorias?
Eso no se sabe. La memoria es insólita, no tiene orden. Va y viene. Es como el país. Yo reconocí que tuve el privilegio de haberme encontrado con Belén Lobo, teníamos afinidades electivas, éramos muy amigos. Si me preguntas cómo fue que la conocí, no sé. Las circunstancias, ni idea. Pero sí recuerdo perfectamente lo que pensé cuando la vi: “Me gustaría casarme con una muchachita de estas”. Recuerdo que entré a un café y la vi sentada junto al poeta Alfredo Chacón. Bellísima. Y luego por el Grupo Sardio y otros espacios nos hicimos amigos. Dos años después me casé con ella.

¿Y cómo funciona eso de escribir a partir de los recuerdos de otros?
Es la primera vez, al menos en la literatura venezolana, que un marido escribe un libro sobre su mujer. Es posible que haya algún poema, algún verso. Pero hasta ahí. Ahora lo que hacen los maridos es ser infieles o les dan tortazos a las mujeres. Pero yo me sentí privilegiado. Es decir, la aventura de vida con Belén fue gloriosa. Murió. Y ocho años después, de tanto recordarla, dije que tenía que escribir un libro sobre eso. Y Lo que queda en el aire recoge algunas de sus memorias. El título se desprende de una definición de ballet que no sé quién dijo: es lo que queda en el aire después que el bailarín pasó por él. Entonces lo que queda en el aire es Belén.

En el proceso de escritura, ¿qué forma iba cobrando el recuerdo de Belén?
No me acuerdo mucho, porque lo escribí entre lágrimas. Las lágrimas no dejan ver nada. Ni siquiera la memoria. Buscando algo que la definiera, fueron surgiendo recuerdos que son los que están en el libro: la infancia, lo que ella me contó, el viaje que hizo a Nueva York. Había que hacer ese libro, cónchale, porque es también honrar la memoria de una venezolana estupenda. Y del país. Porque detrás de esto hay un país.

El libro es de alguna manera la permanencia de esa sensibilidad cultural…
Claro. Lo que no somos. Lo que queremos ser sin saberlo. Mi trabajo en la Cinemateca por veinte años. ¿Y qué hice allí? Enseñarles a mis compatriotas a ver buen cine, sin decírselos. Porque si se los digo me responden: no, yo ya sé. El complejo cultural. Entonces, sin decírselos hacía una labor pedagógica en silencio. Y ahí se formaron muchos muchachos que no podían estudiar cine en el exterior porque es muy costoso. Se formaron cineastas viendo cine, experimentando la visión. Eso fue lo que yo hice; y Belén lo hizo a su manera, bailando. Mostrando la sensibilidad a un país que es duro para aceptar la sensibilidad de la belleza.

Después de todo el trabajo, lo que ha rodeado el nacimiento de este libro. ¿Cómo se siente?
Un poco vacío, porque di demasiado. Tengo que recuperar eso, volver a llenar ese espacio. Ahora estoy tratando de escribir un libro sobre mí mismo, porque son 90 años, que es como un siglo. Soy un hombre de la cultura que ve la política; eso puede ser atractivo, eso forma parte de una experiencia venezolana política. ¿Sabes una cosa importante que me pasó? Caí preso durante la época de Pérez Jiménez y conmigo estaba preso Guillermo Sucre. Era un pabellón grande. Y Guillermo me decía: “¡Vámonos!”. Caminábamos tres pasos y estábamos en París, con el pensamiento. Veíamos a Jean Paul Sartre, a Simone de Beauvoir; nos tomábamos unas cervezas con Pavol, luego íbamos a escuchar a Juliette Gréco. Y cuando nos sentíamos cansados, volvíamos a la cárcel. Nunca me he escapado tanto de una cárcel como esa vez. ¡Eso vale la pena contarlo! Yo descubrí que debo contar lo que no está en Google; porque si ya está en Google, ¡para qué coño lo voy a contar! Que lo googleen. Yo digo cosas que no están en Google, eso es más atractivo y enseña más. Es lo que voy a contar con mi libro, con mucha lentitud porque no soy hombre al que le guste hablar de sí mismo. Ojalá que venga alguien y me haga preguntas y yo las conteste. Eso sería mejor.  



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