Silencio
Debo llenarme con los últimos sonidos amables de la vida que conocí. Grabaré una guacamaya en vuelo y la impertinencia de los periquitos al atardecer. Me tatuaré el azul del cielo sobre el cerro en mis retinas y partiré. Quedarme es morir de miedo y temo perder el juicio, que siempre me fue tan esquivo.
Por Adriana García Sojo
“Cada palabra tiene consecuencias. Cada silencio, también”.
Sartre
Sartre
No fui un niño muy regular. No era un bicho raro ni nada, pero mis habilidades sociales eran limitadas y mis intereses, particulares. No se me daba bien iniciar una conversación, ni andar tras un balón en el recreo. Detestaba las reuniones grandes, de mucha gente, y era especialmente sensible a los ruidos y las voces destempladas. Pensándolo bien, si era un bichito raro, peculiar. Esa era la palabra con la que mi abuela solía explicarme a los demás. Como nunca di problemas de conducta, era un niño tranquilo y a lo largo de la primaria obtuve siempre buenas calificaciones, los profesores se mostraron conformes con mis peculiaridades, aunque me costaran al principio el enojo de mi abuela y mi mamá, además de las burlas de mis compañeros, pero luego se acostumbraron y ya nadie se inmutó por ellas. Mi abuela insistía en que lo mío no era más que puro consentimiento y malcriadez, y mamá, joven y soltera, se plegaba a sus opiniones, que todos considerábamos llenas de razón.
Una maestra le dijo un día a mamá que yo era muy poco sociable, así que, aupada por la abuela, me hizo practicar varios deportes. Entre los 8 y los 12 años pasé por karate, futbolito, natación y tenis. No mostré talento especial para ninguno, pero la abuela afirmaba que lo importante era que hiciera ejercicio, que tuviera actividad al aire libre y compartiera con otros muchachos de mi edad, para aprender a relacionarme. Tampoco era un paria, socialmente hablando, tenía mis amigos —pocos es cierto, pero los tenía — y una familia numerosa, con primos menores, mayores y contemporáneos conmigo. Mi casa estaba siempre llena de gente, cuando no de parientes, de amigos, vecinos y asomados. Mi abuela era una consejera nata, le salía del alma ayudar y conciliar. No he conocido mujer más segura de sí. Era florida y rotunda. Verla moverse, en cualquiera de sus escenarios, era un espectáculo de alboroto y, al mismo tiempo, intimidad. En la cocina, por ejemplo, hacía sonar hasta los granos de sal y su danza de especias y utensilios era un goce. Todo lo que preparaba burbujeaba, se precipitaba y era una extensión de su personalidad. Mi abuelo me enseñó a entender esa algarabía y ese repique natural del ánimo, ingrediente principal de nuestra cotidianidad. Asimilé que todo a mí alrededor retumbaba y palpitaba.
Mi abuelo, por el contrario, era reservado, pero sumamente amable. Un hombre de una sonrisa profunda y pensamiento ágil; tenía también muchas particularidades y la abuela decía que era un bichito raro como yo. Mamá parecía ser la mezcla perfecta de ambos, extrovertida, bonita y muy natural. Siempre fresca y perfumada, honesta y gentil, diligente y con una sonrisa perenne en el rostro. Su fe parecía no agotarse, a pesar de las probadas circunstancias en contra con las que tuvo que lidiar. Entre tanta gente abrumadoramente simpática, mi naturaleza introspectiva me llevaba siempre a la búsqueda de tranquilidad. Si no me era posible evadirme de alborotos, me quedaba quieto, disfrutando de lo que los demás hacían o decían, en estado contemplativo. Para mí era un suplicio conversar, algo que me diferenciaba del resto de mi familia o de mis compañeros en general. Un arte que no domino, una dinámica en la que me conduzco con torpeza, porque me confunde la información redundante y soy terriblemente literal. Por ello en el silencio siempre encontré un enorme placer.
Yo entendí el silencio bien temprano en la vida. Y el único que parecía comprenderme a mí era mi abuelo. Él también sabía de silencios y fue quien me atajó a tiempo la angustia por el ruido ajeno y me enseñó a crear espacios mullidos para liberarme y encontrar mi pausa interna. Me retó a construir atmosferas y me mostró la quietud con cada sentido. Aprendí a cultivar mi espacio personal, sin dejar de disfrutar los sonidos circundantes. Me dediqué por un tiempo a elaborar un registro de ecos familiares y queridos, y a detectar aquellos incómodos, imprecisos, agobiantes. Pasé gratas horas catalogando ladridos, suspiros, llantos y murmullos, una onda en el agua salada o el rebote de las hojas al caer. Era un trabajo inútil, de niño peculiar. Un ejercicio que nadie entendía ni apreciaba, salvo el abuelo, por eso cuando mamá se quiso angustiar por ello, él la convenció de dejarme seguir con mi innecesario esfuerzo.
–Por lo menos nadie podrá decir que no está atento, y eso es un talento.
Me hice adolescente, alto y despreocupado. Los años de juventud fueron tiempos propicios para embotar los sentidos y enajenar mis métodos. Ya no llevaba registros, trataba de encajar y ser algo más normal, sin embargo, la costumbre permeo mi vida y casi sin darme cuenta me encontraba en ocasiones degustando el sonido del roce de mis dedos en el sostén de Laura, y sus silencios cuando fumaba. Fue la época más sociable y más escurridiza de mi vida. Nunca he sabido como asir los recuerdos de esos años y de qué manera colgar los retratos. Me hice adulto el día que lloramos al abuelo. Al poco tiempo lloramos a la abuela y nos sentimos muy solos. Preñé a Laura, mi única novia, en el sexto semestre de la universidad. Mamá me abrazó la noche que se lo dije.
Allí empezaron mis desvelos, ojos abiertos, cálculos contando ovejas, dudas y angustia por descanso. Se me hizo imperiosa la necesidad de hallar nuevamente mi quietud, antes de que todo estuviese copado por las risas, los pañales, los reclamos y los pagos. Hurgaba en la noche el silencio circundante, despejando los sonidos conocidos de esas horas. Las madrugadas siempre me parecieron un prodigio de resonancias acurrucadas: el hielo en el fondo de un vaso, las sabanas retiradas, las pesadillas contra la almohada. Los sonidos que no quieren pisar. La gente concibe la noche en la quietud del sueño, pero la verdad es que está tan llena de vida como el día mismo. Mi insomnio se hizo crónico y los desvelos se convirtieron en jornadas reveladoras. Ya estaba a punto de ser padre, ya no tenía a mi abuelo dispuesto a despejar dudas, pero escuchaba su voz en mi interior, exigiéndome estar atento.
Las horas nocturnas se hicieron largas e inseguras. Comenzaron a escasear las tertulias en las esquinas y las salidas hasta despuntar el alba. Los sonidos jóvenes se aquietaron, los romances clandestinos dejaron la calle y se multiplicaban las ventanas llenas de duda. Las conversaciones cambiaron de tono, se hicieron más pesadas, con sílabas cortantes y atropelladas. Las sospechas comenzaron a golpear las paredes como un gong. Eran los primeros síntomas del estrépito que empezaba a caer sobre nosotros. Un ruido que pujaba por salir, disfrazado de novedad. Era casi imperceptible, pero yo tenía un oído entrenado y solo era cuestión de aguzar los sentidos, porque un murmullo de piedras sostenía sus fauces. Pasados los días, repetidas las semanas, comenzamos a sumar meses y se abrió camino al bramido de promesas, amenazas y aullidos. Era un zaperoco de zamuros. Seco, repetido.
Me preocupé cuando a mamá le cambió la risa, se le hizo destartalada y ronca. Me asusté cuando Laura empezó a tomar pastillas para dormir. Pero el tiempo distrae, puede confundir y hacernos perder la sentencia que él mismo impone, nos persuade a olvidarlo, a pesar de su frenético tic tac, y al cantar las horas lo transcurrido es inasible. Tarde nos dimos cuenta de cuán bizarro era el ruido y del silencio amargo que hacía lo suyo, como estrategia de recogida, como defensa al abatimiento.
Cuando mi hijo cumplió 12 años, mamá murió de complicaciones varias. Pasé meses con un luto severo. La presencia pausada del recuerdo de mi abuelo calmó mi cerebro entumecido.
El ruido acaparó horas y espacio, las conversaciones y el futuro. Enunciaba fórmulas huecas, ejecutaba falsos verbos, obscenas maromas e inventaba sujetos. Machacaba las palabras como bolas de papel y escupía un fuego fatuo, cínico. La obsesión de todos era su alma tiesa, pero nada lo detenía. Pocos reparaban en lo profundo de la desgracia; yo la intuía, crecí siendo un catador, conocía los sonidos buenos, nobles y elevados, sabía de otros, grises, yertos, que cruzan rostros con dolor, y esta era la pena que mejor se le daba al ruido. Tragaba nuestras vidas y sentimientos, pensamientos y voces, y ocupados en callar su estruendo, queriendo domesticarlo, quedamos sometidos a su jerga. Nuestras lenguas comenzaron a sonar distorsionadas, escuetas. Dejamos de entendernos, se nos llenó de dolor y rabia el alfabeto.
El mutismo de la partida se hizo una herida, una herida abierta. Despedirse y protestar contra el ruido, fueron verbos que aprendimos a conjugar, en todos sus tiempos imperfectos.
Nos ha costado mucho entender que se nutre de lo que nos desubica, desbarata lo que nos aglutina, desestima lo que antecede y pretende hacer de todo un barullo nuevo, saboteando lo que la vida ha zurcido cuidadosamente a nuestro alrededor. El ruido te descose a grito limpio.
Cuando se hizo evidente el zumbido inclemente del hambre, que atrofia, degenera, mutila y cercena, entendimos lo atroz.
Hemos llevado las de perder, el ruido traga municiones y dispara dolor. Su léxico solo tuerce, ya no necesita voces, sus falsos verbos tienen vida propia y siguen repitiéndose. Todos huimos de su metralla, para refugiarnos de la muerte que descarga. Casi pierdo a mi hijo en una de esas griterías que se armaron contra la desolación. Protestaba a su lado, luego corrió su sangre y se hizo el mayor de los silencios, me sentí sordo como nunca en mi vida y perdí la razón. Laura me abrazó, me beso el rostro en mil perdones y me dijo “ya no más, ya no puedo más”. Le entendí la furia y el miedo, por el hijo que casi pierde. Él me dejó, antes de partir, la alegría de un “te amo viejo”.
¿Y qué pasa en un hogar si las voces de los niños callan y los jóvenes obedecen y se quedan quietos? ¿Cuando los adultos temen? Pasa el miedo. Este hogar, grande y antes generoso, se está fundiendo en un silencio hecho de oprobio, destierro y desprecio. Orbita en el absurdo, en el disimulo y la ofensa. Claro que todavía suenan algunas orquestas, y que aún se ríen los actores y lloran las películas. Claro que la gente baila, come y bebe; todavía se bautizan muchachos y se toma café en los entierros. Por supuesto que sale el sol y se mueven las palmeras y brincan los pescados y alguien inventa el fuego y la rueda. Pero se hace con pena, con reserva. Porque son más los padecimientos y las tragedias. Aún hay tiendas de ropa y peluquerías abiertas, como un recurso precario para enfrentar el silencio que el ruido ha impuesto. Todo se hace con susto, hasta la alegría pesa. Se conjuga la distancia y la nostalgia quema.
Ahora preciso reunirme con Laura y mi hijo. Debo llenarme con los últimos sonidos amables de la vida que conocí. Grabaré una guacamaya en vuelo y la impertinencia de los periquitos al atardecer. Me tatuaré el azul del cielo sobre el cerro en mis retinas y partiré. Quedarme es morir de miedo y temo perder el juicio, que siempre me fue tan esquivo. Los fantasmas con la bulla de mi gente me visitan la víspera de mi vuelo. Me conforta su alharaca, brotando musica de sus cuerpos. Se despiden de mí, me despido de ellos. Hablaré con las palabras del destierro de este ruido macabro y de su tormento. Voy a relatar la historia de mis abuelos, de sus sonidos hechos de risa, de mar, de colores intensos. Voy a hablar de mi madre, de nuestra gente, bautizados de sabores y cuentos. Quiero narrar la historia de lo que hacen los decentes, para llenar de sentidos este silencio, para no perder coherencia, ante la voracidad de un ruido cada vez más tenaz y necio. Quiero contar cómo se sobrevive dentro de su jaula de hierro.
A ratos me siento cobarde, por abandonar la fe y el empeño. La voz de mi abuelo me advierte que quizás, solo quizás, estemos devolviendo las manos y los sueños que se nos cedieron hace un tiempo. En la proeza de nuestras insistencias, donde sea que estas se encuentren radica la veracidad. Probablemente en el heroísmo de esa frontera que cada quien lleva ahora en su relato, está la verdad que valdrá la pena detallar. Dejo millones de empeños de sílabas tercas, de manos todavía llenas, de propósitos que se rebelan. El recogimiento es una mera defensa. Cada quien a su manera resiste la obscena verbena.
Escribo en papel, torpemente, con caligrafía minúscula resumo un abismo, con esa prudencia que llenan las historias hechas a puño y letra, buscando cerrar este ciclo donde nos vimos precisados a descubrir el sentido de todos los silencios que sobre nosotros cayeron.
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