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Un cuento de José Gregorio Bello

Hoy tengo cita con Carlota y con Mavi, Julio aún no me ha confirmado, pero dejé parte de la tarde libre por si acaso. El set improvisado está casi listo, a cada uno, según sus intereses, les asigné una hora del día para aprovechar la luz que entra por la ventana de la sala. La golden hour, me la reservé para mí. El atardecer hace que salga de mi un aura mágica, o al menos eso dicen siempre, yo aún no sé cómo he llegado a aquí.

Tengo la muy piel blanca y me gusta creer que es porque de niña no me expuse mucho al sol. En parte porque no les caía bien a mis compañeros y no me invitaban a sus fiestas en parques ni a reuniones en sus jardines. Creo que les espantaba que me llamara Lola. “Es un apodo de Dolores”, aclaraba, como para salvar la situación. “¿Te llamas Dolores?”, decían aún más confundidos. Nunca tuve oportunidad de responder esa pregunta porque, cuando empezaba a idear una explicación, ya se habían dado media vuelta. Fue así como a los 11 años ya contaba con un puñado de rechazos tan solo con mencionar mi nombre.

Tengo el cabello muy negro. Tanto así que de niña la gente por donde vivía decía que era color “azabache”. Nunca supe lo que era un azabache, solo sabía que esa palabra sonaba como cachavacha, la bruja de unos dibujos animados, y yo me lo tomaba muy mal. “¿Parezco una bruja?”, me cuestionaba, pero por temor a la respuesta nunca se lo pregunté a nadie. Crecí creyendo que parecía una bruja y por eso siempre tenía el cabello recogido. Era liso pero rizado casi llegando a las puntas y lo usaba siempre amarrado como cola de caballo. “La cola siempre para atrás y nunca flequillo”, me decía. No puedo darles excusas de que se fijen en mi cabello.

Tengo 23 años, pero si no me preguntan finjo tener 21. Y es que siempre llego tarde a las cosas, a mi carrera, por ejemplo. Deambulé por carreras poco vistosas hasta llegar finalmente a estudiar Comunicación Social. Así, con nombre y apellido, los que llaman solo ‘Comunicación’ a la carrera es porque nunca tuvieron que pelear -y perder- un cupo. Lo daban por sentado. Yo nunca pude darlo por sentado. Incluso llegué a pensar que no lo merecía, que esas carreras poco vistosas retrataban fielmente mi lugar en el mundo. Hasta que un año si quedé y allí vi mi gran oportunidad. Podía dejar de ser yo.

Y, con la yo diferente, le di la bienvenida al cabello suelto y a las faldas; no mini, que al final soy bajita y no me quedan bien, sino faldas holgadas y floreadas. La verdad lo de la falda se me hizo fácil, llevaba la comodidad de casa conmigo, ahora lo del cabello sí fue un problema al principio, pero luego adapté mi pasado de bruja a una Dolores más eclética. Ya no Lola. Dolores, que a fin de cuentas era la única con ese nombre en toda mi generación.

Gracias a silencios calculados y risas estratégicas, logré reinventarme cuando cambié de carrera. Que no se me malinterprete, no cambié mi esencia, sino que me liberé de una yo que no me gustaba del todo, pero, como me seguían moviendo en el mismo círculo, me sentía condenada a ser la Lola que no podía avanzar. Hice amigos rápidamente gracias a eso, a que nadie conocía a la versión de mí misma que ya no era. Todo bien para mí, pero aún me faltaba algo: que Vasco Szinetar me tomara una foto.

Cuando tenía 14 años encontré una foto mía de cuando era niña. Tenía un vestido color claro, los dedos en la boca, una pollina que me cubría la mitad de la frente y un roído oso de peluche. No sé de quién era la cámara, pero quien estaba detrás del lente era mi mamá; delante estaba yo: en blanco y negro. Fue la primera vez que me consideré fea.

A diferencia de las otras personas, a quienes la consciencia de su fealdad les otorga el carácter para destacar otras cosas de su físico, esa fotografía a mí me pasmó. Si algo empecé a fingir desde entonces fue mi inteligencia. Devoré libros sin parar y empecé a hablar con palabras rimbombantes. Si hubo algo que me separó de la gente en mi adolescencia tardía, fueron los temas en que me sumergía. No era común que la gente de mi edad hubiera oído hablar de Anne Carson, mucho menos de Susan Sontag. Crecí sola, sin vestigios de amor.

Conocí lo que era la pasión ya de grande, según los que se dicen entendidos. Durante una clase de Formación Social Venezolana, el profesor, uno de esos maduros que se saben cultos y lo utilizan para flirtean con las alumnas, nos mostró una serie de fotografías en blanco y negro sobre la sociedad venezolana de los 80. Eran unos retratos poderosísimos que expresaban con hermosa crueldad el país de entonces. Su autor era Vasco Szinetar. Desde entonces lo vi como el hombre de las bonitas fotografías en blanco y negro.

No me costó encajar en una nueva carrera. Hice amigos con una facilidad que hasta ese momento no creí que sería capaz. Creo que esa fue la primera vez en que me sentí en el lugar correcto para mí y todo iba bien, hasta había personas que se mostraban atraídas por mí y yo me planteaba la idea de dejarme atraer. Justo stalkeando a unas de esas personas fue que lo descubrí. July era una chama alta, delgada, de cabello castaño y ademanes finos. Estar frente a ella se sentía como ver en movimiento a una fotografía en sepia.

Allí me encontraba yo, hurgando entre las fotos de otra chica, haciendo scroll infinito hacia abajo, hasta que me detengo en seco. De la sorpresa, le di like a una foto de hace tres años, pero eso era lo menos que me importaba y es que July tenía una foto donde su rostro lucía serio y a la vez amable, cercana y, en simultaneo, enigmática. Y era en blanco y negro. Apenas la vi lo supé pero el caption bastó para confirmarlo: July tenía una foto de Vasco Szinetar.

Sabía que Vasco a veces les hacía fotos a gente “común y corriente” y hasta a gente de mi edad. Algunos eran hijos de personas que eran sus amigos pero que no necesariamente habían heredado los dones artísticos de sus padres, solo los amigos. De allí que Vasco les tomara fotos, de pequeños y de más grandecitos. Sabía que eso sucedía y ahora conocer a alguien con foto de él me reafirmaba dos cosas: por un lado, ya tenía la certeza de que me estaba haciendo parte de ese mundillo y, por otro lado, me recordaba que no pertenecía a ese mundillo.

La idea de acercarme a July para conocer a Vasco no cruzó por mi cabeza. Temía que pensara que andaba con ella por puro interés y no quería que eso pasara, pero ciertamente tampoco podía estar con ella; de allí que, cuando se me acercaba, yo siempre tenía algo más que hacer. De alguna manera, July representaba todo lo que yo no era: risueña, aceptada y nunca pareció cuestionar su lugar en el mundo.
En mi mente solo había espacio para una cosa: “¿Cómo iba yo a conocer a VS si no él ni tenía de mi existencia?”


La idea de no tener conexión con Vasco me tumbó una semana. Entre pensar que no tenía acceso a la vida que quería y la duda de si no era mejor olvidarme de él y sencillamente hacer otra cosa, opté por no hacer nada. Pasé por la universidad en modo zombie y si alguien echaba a la Dolores de antes pues decía que me dolía la cabeza. También retomé un poco el contacto con July, creo que entendió que me pasaba algo y me dejó ser.

Me di cuenta que había estado navegando en aguas desconocidas y ahora me encontraba ante un casi inminente naufragio. Vasco estaba cerca y lejos, yo solo quería una foto, quería ser su musa e inscribir mi nombre en un mundo que existía solo para mí. El río se agitó y ya ni podía ver mi propio reflejo en él.

Al octavo día se me cayó la idea. No me quedó más remedio, si quería que me tomarán una fotografía, tendría que ser yo fotografiable. Fácil. Busqué por internet fotógrafos amateur pero no encontré uno que no aceptara tomarme fotos para ver si podía acostarse conmigo y como yo no iba pendiente de eso, al final decidí que tendría que tomarme las fotos yo.

Nunca me gustaron mucho las fotos, siempre que veía las de otras personas pensaba en que yo no podía. Mi única foto de chiquita era aquella que me había revelado mi fealtad y desde entonces había evitado las cámaras con extrema dedicación y aun así las fotos carnet -para la universidad, el trabajo y demás trámites- seguían revelando que por mucho que me escondiera yo iba a seguir irremediablemente allí, conmigo.

Pocas veces me hacía selfies, siempre posaba con una mueca tan rara que no dejara rastro de mí. Mi Instagram era un terreno de baldío de cosas y sitios, era una especie de anónima de la web. Mis avatares eran fotos de los personajes de alguna película, pero me pareció un buen lugar para comenzar como la Dolores fotografiable. Encontrar el autorretrato perfecto resultaba para mí un ejercicio agotador: sonrisa, clic, mejor luz, clic, se me cayó el teléfono, clic. Borrar, borrar, borrar. Clic, está y ya, clic. Una mueca, clic, sin mueca, clic, pelando los dientes, clic, esa no soy yo, borrar, simplemente viendo a la cámara, clic, bo… No, esta me gusta. Cortar y publicar.

A menudo la gente se me acercaba para decirme que vivía escondida. Yo no sabía cómo eso era posible si, justamente, me lo decían a la cara, pero luego entendí que se referían a que no era muy activa en mis redes sociales, cosa que no era compatible con mi nueva personalidad, graciosa y amiguera.
Tampoco fui de las que publican poco esperando que cada post sea una bomba que llame la atención y que calcula estratégicamente cuando apretar SEND y cuando guardar el más enigmático silencio. No, yo simplemente pasaba de las redes sociales.

Publiqué la foto y me tiré a dormir. La selfie se llevó consigo todas mis fuerzas y caí desparramada sobre la cama, también quería olvidarme de ese mundo digital, no lo voy a negar. Una vez que lanzas la carnada tienes que tener la fuerza suficiente para recoger la presa, así sea que lo que hayas pescado sean unas cuantas burlas. Cuando desperté el teléfono estaba caliente, lo agarré al abrir los ojos y tuve que soltarlo apenas lo sentí porque me asustó lo caliente que estaba.



Desde entonces le tomo fotos a mis amigos, los ayudaba con las tareas de la universidad o simplemente para su Instagram. Mi mayor sorpresa fue cuando las chamas de papi y mami -que nunca me habían hablado- se acercaron a mí para que le tomara sus fotos y me pagaban por ello. El sitio donde hacer las sesiones siempre fue un lío, teníamos encontrar un sitio libre toda una tarde. Apenas reuní, compré un bote de pintura y pinté una pared de la casa.

Muy de vez en cuando publico fotos de mí, a fin de cuentas, mi trabajo es otro. Me gustan las selfies frente a espejos raros que encuentro cuando salgo de casa. Aún sigo sin quererme ver, pero poco a poco me voy haciendo la idea.

Si adquirí un vicio por esos días de transformación fue el de frecuentar lugares muy concurridos. Antes me daban la sensación de autopatetismo pero aprendí a agarrarle el gustico a ser nadie entre un montón de gente. Total, en privado ya me sentía nadie. Serlo, también, en público me hacía sentir dueña de mí. Un poco sin quererlo comencé a tener amigos de eventos, coincidíamos siempre en el café de algún teatro o en el sillón de una librería, rara vez intercambiábamos palabras y a mí gustaba eso. Una mirada y a lo suyo, que la gente de esos sitios no les gusta ser molestada.

El negocio de las sesiones se estancó, ya no había emprendimiento de amigas que fotografíar ni tigres que matar, me encontré tirada en mi cama mirando al techo con ganas de todo y sin nada que hacer. Era viernes, tomé el teléfono y me arriesgué: “Hola, July, ¿cómo estás?”

Al día siguiente estaba con July en la presentación de un poemario. Nunca me han llamado la atención los poemas, no los sé leerlos y no les tengo paciencia. Tampoco soportaba a la gente que tenía alrededor, no sé porque a July le gustaban esas cosas de viejos. Éramos la más jóvenes de aquella reunión, pero al menos me gustaba la compañía de July, aunque ella estuviera con su familia y yo a veces sobraba, pero definitivamente quedarme en casa no era una opción.

Siempre me gustaron las ocasiones en donde lo que pasaba no dependía de mí. Esos momentos en que la vida avanza sin yo tenga que intervenir. Son en esos instantes cuando pienso y veo. Esa vez me sentía rara, volvieron a mí la sensación de pese a estar allí, no estar. Yo solo asentía y sonreía porque no entendía nada entre el bullicio y las frases grandilocuentes.
Admití diez veces que no sabía quién era Hanni Ossott y siempre me miraron con cara de “pobrecita, no sabe donde está parada”. July siempre salía en mi rescate, pero ya yo estaba perdida dentro de mí. No pertenecía.

“No le hagas caso. Ven, quiero presentarte a alguien”, dijo July y me tomó de la mano. La seguí con la idea de pasar el último bochorno antes de irme.

Su mano era suave y su voz ocupaba todo el lugar. “Dolores, también toma fotografías”, le dijo July a Vasco, mientras que yo seguía petrificada y apenas conseguía mantenerme en pie. Cuando Vasco me preguntó que si podía ver alguna foto que yo hubiese tomado, tardé en darme cuenta que no tenía ninguna conmigo. “Mira esta”, dijo July y yo no sabía si agradecerle o matarla. Me excusé y me dirigí al baño.

Sentí que me ahogaba con el aire. Aunque ya no era la adolescente que se escondía atrás del silencio temerosa de lo que podía encontrar dentro de sí misma, conocer a Vasco resultó ser el recuerdo de lo que ya no era. ¿Acaso me había perdido en el camino? ¿Qué haces cuando consigues algo que ya no quieres?

Me fui. Le dije a July y ella me acompañó a casa. No estaba molesta con ella, si me pareció extraño todo, que fuera siempre más atenta de lo que yo podía asimilar. Temía que eso me comprometiera a cosas con ella de las que aún no estaba segura. Pero ella estaba más clara que yo y me dijo que Vasco quería tomarme unas fotos y se despidió.

Me quedé varios minutos contemplando el número de Vasco Szinetar. Tenía todo lo que siempre había querido, el rompecabezas de mi identidad por fin iba a ser completado, pero me di cuenta que ya yo no era ese puzzle. Era otro, quizá aún más difícil de armar, pero definitivamente ya no me veía representada en aquella foto vieja y roída.

Le dije a July que no, que mejor pasaba de Vasco pero eso sí, la invité a venir mañana a mi casa. Sin fotos que tomarme, podría mostrar la versión real de mí.



Por José Gregorio Bello.
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