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Tercer y último round


Thays Adrián



¿Estudias en la UCV? Sí, respondió. Entregó y desapareció. Nunca me había importado cuánto demoran los estudiantes en un examen. Me llevaba un buen libro y, con paciencia, esperaba hasta la hora límite, a veces un poco más. Sin embargo, ese día hubiese querido obligarlos a entregar e irme tras ella. No sabía cómo interpretar la actitud de esa estudiante, acostumbrado como estaba a que todas se enamoraran de mí. Sí, luce pedante, pero es verdad.

Tenía el dato de la UCV porque K, preparadora de la Cátedra, me había contado que la conocía desde secundaria, que era exageradamente tímida y muy estudiosa; compartían vínculos más allá de Caracas, tenían familia en Caripito, un pueblo del estado Monagas.

La chica se convirtió en mi obsesión.  Necesitaba urdir una estrategia para aproximarme a ella. Era un punto de honor. Yo, el profesor más joven y admirado del Departamento, no estaba acostumbrado a que las alumnas me ignoraran. 

La siguiente clase fue un viernes. Ese día entregué todos los exámenes, excepto el de ella. Lo dejé para el final y la llamé para  hacerle algunas preguntas sobre sus respuestas. Era solo un pretexto para retenerla. No recuerdo qué tontería le dije, escuchó sin replicar, dobló el examen y lo guardó. La invité al cafetín. No aceptó. Dio la vuelta y se fue.

Tal vez por amor propio, tal vez porque me gustaba mucho, y no quería reconocerlo, pero se convirtió en un reto que  esta chica aceptara un café. Solo eso; no o pedía más, para empezar.

Ese día llegó. Yo caminaba de la torre docente al cafetín (lo había hecho ya tres veces por las dos vías posibles), ella iba en sentido contrario. Nos encontramos de frente, imposible que huyera. Ella saludó con una fingida sonrisa. Yo, dispuesto a no admitir negativas, le pregunté: ¿Un café? Tras dos o tres excusas, que no acepté, por fin accedió.

Llegamos al cafetín. Ella quería sentarse en la barra; yo presioné para usar una mesa. Me paré a buscar los cafés y por diez minutos hablé sin parar, lo cual, no me cuesta mucho.  Ella solo escuchaba y sonreía hasta que llegó la hora de su clase, que no era conmigo. Caminamos hasta las escaleras de la torre docente. Se despidió sin mirarme y subió corriendo hasta el piso 4.  Así gané el primer round.

Me preparé para la siguiente clase. Le salí al paso en el momento en que huía y le pregunté si aceptaba almorzar conmigo. Como siempre, estaba apurada. Debía irse a la UCV, tenía un examen a las cinco de la tarde, pero quería llegar antes para repasar. Por alguna razón, esta vez sentí que podía presionar. Insistí. La desarmé cuando le ofrecí la cola en estos términos: almorzamos por Los Chaguaramos y luego te dejo en la universidad. Creo que aceptó porque se le acabaron las excusas. En el carro solo conversó sobre su examen y yo no la interrumpí. Me agradaba escucharla, me gustaba su modo de hablar lejos de la timidez que usualmente mostraba.

Comimos en un restaurante chino. Retome la conversación sobre el «que relativo», el «que anunciativo», etc. Temía que dejara de conversar si cambiaba el tema. Total, aunque me dedico al latín y a la literatura no se me da mal la gramática. Ella argumentaba con vehemencia sus puntos de vista mientras yo, intencionalmente, le llevaba la contraria. A las 2: 50 vio su reloj. Se rompió el encanto cuando dijo: «¡Dios! Me voy, me esperan. No me di cuenta de la hora. El tiempo pasó muy rápido». La dejé en el estacionamiento de Humanidades, no sin antes decirle que el almuerzo debía repetirse. Sentí que había ganado el segundo round. Seguro vendría el  tercero, el de la victoria. No tenía dudas.

Las tres semanas que siguieron al almuerzo, volvió a las andadas. Mientras yo me lucía en cada clase para llamar su atención; ella llegaba justo a la hora y al final desaparecía sin dejar rastro. Casi hundí las caminerías entre la torre docente y el cafetín, pero no volví a encontrarla. Cuando terminó el semestre fui al cubículo a revisar sus notas y la hice pasar de última. La saludé, le pedí que se sentara y le pregunté por sus clases en la UCV. Respondió con parquedad.  Al final, le ofrecí un café y no aceptó. Perdí el tercer round y sufrió mi amor propio. No hubo más. 

[Texto generado en el “Club de escritura” de Círculo Amarillo, facilitado por Lizandro Samuel]
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