"Los pájaros nacidos en jaula creen que volar es una enfermedad"
Alejandro Jodorowsky
Le pregunto a Adriana para qué guarda libros. Si los escucha por la computadora o se queda con la versión que imprimió en braile, ¿no le saldría más rentable comprarlos y luego venderlos? “Es un tema de fetiche –responde–. Me gusta olerlos, tocarlos, pasármelos por el rostro… No sé, eso me encanta”.
Hojeo cada título de su biblioteca. Adriana, sentada, me escucha andar por la habitación. Hablamos de literatura. Después enciende la laptop y se coloca los audífonos. Va a presentarme a Jaws.
Sus dedos repiquetean sobre la mesa. Algo tarda en abrir. Me asomo a la pantalla y le digo que ya cargó. “Sí, pero no me lo ha dicho, así que es lo mismo”, responde. Luego de un rato me ordena que me vaya: “¡No veas!” Obedezco. Tras unos segundos me vuelve a llamar, me cede el puesto y los audífonos. Suena un cuento mío. Carcajeamos. Jaws es un software para computadoras que utilizan las personas con discapacidad visual. Minutos atrás, Adriana, mediante un punzón, fingió que escribía en braile. En realidad, con el alfabeto tradicional copió mi nombre. Cuando lo vi exclamé un waow mezclado con risas de ella y mías. Le pregunté si conocía las letras “normales”. “Sí, las conozco. La z es la que me cuesta un poco, pero creo que la hice bien, ¿verdad?”
Adriana y Otto son buenos anfitriones. Quieren que todo gire alrededor mío. Procuro no dejarme llevar. Estoy ahí para que todo gire en torno a ellos.
Cuando entré a la casa, hace unas horas, me sorprendió el formalismo de mi anfitriona: “Disculpa el desorden”. ¿¡Pero cuál desorden!? La casa exhibe pocos muebles. No hay muchos objetos con los que se pueda tropezar Adriana. Camina con pericia usando las manos y los oídos para ubicarse. Otto no le da importancia: se mueve con cotidianidad y la ve andar de la misma forma. Días luego, cuando me toque entrevistar a la mamá de Adriana, me contará cómo una psicóloga hace años le aconsejó tener los muebles siempre en el mismo sitio. “Yo dije que no –me contará–, porque en la calle todo no va a estar siempre en el mismo sitio. ¿Cómo va a hacer cuando vaya a casa de sus amigas o de sus tíos?, ¿cómo va a hacer cuando viva sola?”, semanalmente le cambiaba los muebles de lugar.
Eso me lo dirá más adelante. Ahora solo estoy con Adriana y Otto. Parecen tener bien diseñada su trampa: mimarme hasta hacerme perder de vista mi misión de husmeador. La pasta con vegetales y pollo que preparó Otto pone a Adriana a presumir: “Es un artista, ¡cocina riquísimo!” Literalmente, se lame los dedos. Estoy por hacer lo mismo. “Tienes suerte de tener un esposo que cocine tan rico”, digo sonriendo. “Si querés, podés repetir, pero ya no te va a quedar para mañana, eh”, dice Otto. Hasta me guarda comida para llevarme al trabajo. No puedo con tanto.
El día siguiente me recibe soñoliento. Nos desvelamos la noche anterior hablando de literatura. Adriana es una de las mejores editoras que conozco. Su pasión por los libros hizo que su mamá los aborreciera. Mientras me alisto para acompañar a Adri al trabajo pienso en lo irónico de que sus manos y oídos puedan leer mejor que muchos ojos que conozco.
Cuando nació, su papá notó algo raro. No podía abrir los ojos. Le preguntó a la enfermera y esta respondió que era normal. A los días la llevaron al pediatra. A la primogénita del matrimonio le pronosticaron oscuridad de por vida.
Negados a asumir la situación, fueron hasta Colombia. Allá se ripió la sentencia. En el Hospital Vargas le diagnosticaron “ojos pequeños”: tiene todos los componentes del ojo, pero minimizados. Una doctora les ofreció una operación. Sin embargo, ellos se encontraron en el Hospital con una niña sin un ojo. Una operación fracasada. Cuando la mamá de Adriana le preguntó a la doctora cuáles eran las posibilidades de que eso pasara, ella respondió: “Vaya a una iglesia y pregúntele a Dios”. No la operaron.
“¿Conoces mi rostro?”, Adriana me responde que sabe que tengo barba, pero que me ve como en una nube, todo borroso: “Yo tenía algo de visión en un ojo –vamos caminando por La Candelaria, me sostiene el brazo–. A mis papás les dijeron que yo no iba a ver, pero empecé a reconocer colores. ¡Y veía fotos! Ellos se dieron cuenta de que los reconocía en las fotos”, para hacer eso debía colocarlas muy cerca de su ojo. A menos de un metro ya no veía nada. Hoy día, cuenta, ha perdido ese residuo visual. “¿Conoces el rostro de Otto?”, “Sí, lo conozco. Y los de mi familia. Lo que no tengo son las actualizaciones”.
Cuando nos subimos a la camioneta algún pasajero nos ve con la boca abierta. Otra presta atención a lo que decimos. Pedimos la parada. Aunque insisto en pagar, ella se niega. El chofer recibe el billete y le da el vuelto con manos temblorosas y tumbando cosas del tablero. Ya apeados, toca el dinero: “Aquí hay un billete de 20 y dos de diez, ¿verdad? –digo que sí– ¿Viste?, si tú hubieses pagado te iba a cobrar los dos. A mí me cobró solo uno”, celebro su picardía riéndome. “No me gusta aprovecharme de eso –dice mientras subimos las escaleras de la Biblioteca Nacional, donde trabaja–, pero ellos se niegan a cobrarme, ¿qué puedo hacer?”
Adriana fue a una primaria para niños con discapacidad visual. Nunca estuvo en un salón con más de ocho compañeros. En las mañanas veían materias comunes. En la tarde los entrenaban para su vida. Vio una materia llamada teatro. Quizá por eso tiene un lenguaje corporal tan fluido, que contrasta con el de su esposo. En primaria vivió algo “casi Disney”, según ella. “Era muy pila”, me dirán sus papás. No habrá nadie que no me resalte su condición de consentida. Hacía amigos con facilidad y participaba en eventos escolares. Rozó la popularidad antes de ser adolescente.
“Los otros niños, en un parque o cosas de esa, se le quedaban viendo así –su papá hará una expresión teatral de asombro cuando me cuente eso–. Al principio me daba como rabia. Pero después dijimos –él y su esposa– que eso era normal. Igualito, los niños la veían así, pero luego se ponían a jugar como si nada”. Sus tres hermanos menores nunca pusieron ese rostro. No hubo charlas al respecto en la casa. Ellos al nacer la conocieron así y listo.
Ahora, en su oficina, casi veinte alumnos de Bibliotecología de la UCV la ven con la expresión de un niño que descubre la pornografía. Hace unos minutos me mostraba cómo tenía que escanear página por página cada libro y luego mandarlo a imprimir en braile. Entonces, entró una compañera, quien hace una visita guiada. Adriana, sin trabarse, domina la atención de su público. Responde las preguntas y los despide poniéndose a la orden.
Conociendo la jaula
Los castillos de Disney explotaron con dinamita marca realidad. El liceo lo cursó en un bachillerato normal. Más bien en dos: hasta segundo año en U. E. Nuestra Señora del Valle, y se graduó del Colegio Santa Teresa de San Bernardino. Cuando estaba presentando un examen de admisión en un liceo en el que no acabó estudiando, la directora entró y la mandó a sacar. Le dijo a su mamá que ella tenía que estudiar en “un colegio de niños mongólicos”.
Adriana Rodríguez es hija María Díaz de Rodríguez (Le gusta resaltar el “de”) y Orlando Rodríguez. Tiene tres hermanos: Oriana, Silvia y Sebastián. El menor ya tiene 22 años. Cuando estaba en primaria, confiesa, llegó a creer que su visión era normal. Que todos veían como ella. Al pisar el liceo se dio cuenta de que los demás podían leer directamente con sus ojos. Que podían responder exámenes escritos con un alfabeto distinto al braile. Que hablaban de experiencias visuales ajenas a ella.
—¿Te hicieron bromas pesadas?
“No. Más bien ese era el problema, todo era muy en serio”. La acusaron de tener la preferencia de los profesores, pues la evaluaban de forma oral. Casi nadie quería trabajar con ella: sabían que debían hacer el doble de cosas si eso llegaba a suceder. Acosaron a los profesores: pretendían una igualdad evaluativa, aunque no existiera la igualdad de sentidos. “Yo llegué a vivir experiencias como que todo un salón me aplicara la ley del hielo”.
Cuando le pregunto a María por esa etapa de Adriana, se desconcierta. Por el contrario, repite que ella la veía lista para enfrentarse a ese mundo. Argumenta que su hija nunca le comentó nada al respecto. Y deja muy claro, evitándome los ojos, que le exigió más a ella que a sus demás hijos. “No sé por qué”, exclama antes de recordar un viaje al que le prohibió ir tras no obtener una nota deseada.
Orlando prefiere relatar las ganas de independizarse que mostró su hija en la pubertad. El “yo me quiero ir sola” se hizo recurrente. Tras negociaciones, aceptó despedirse una cuadra antes de llegar al liceo. Adriana, esa primera vez, se sintió grande. Hasta que tropezó con una rama, se cayó y descubrió que su papá no se había ido: la seguía vigilando a la distancia.
Reclamó que le habían mentido. Fingió entereza y siguió andado. “Ella lo que tenía era miedo de que no la dejara irse sola”, dice Orlando. En otra ocasión, se perdió. Iba de regreso del liceo y no pidió la parada del autobús donde era. Mientras su papá la buscaba desesperado por toda Caracas, ella –preguntando- encontró el camino de regreso.
Me da la sensación de que aún hoy, pese a que Adriana ya pasó los 30 años, tiene seis años de casada y vive sola junto a su marido, hay una suerte de vigilancia familiar recurrente. “Nos preocupa que ande sola. No le gusta usar el bastón. Yo le he dicho que cuando Otto no la pueda llevar al trabajo me llame”, dice Orlando. A María, mientras tanto, se le escapan las lágrimas al plantearse la posibilidad de que Adriana se mude lejos, baja el tono de voz cuando comenta que Silvia tiene cuatro años viviendo en el interior y le lanza puntas a Adriana respecto a que no la visita lo suficiente. Se autodefine como una “mamá gallina”. La condición de Adriana –primogénita, mujer, ciega– invitaba a alimentar los temores naturales. No me imagino, entonces, cómo recibieron el hecho de que su hija se enamorara de un guatemalteco y se hicieran novios ¡a través de Internet!
Aprendiendo a volar
“No doy clases de informática para ciegos. Doy clases de informática. Punto. Que enseñe a usar Jaws es otra cosa”, a Otto hay expresiones que le duelen más que a Adriana. “Yo aprendí a ser muy antiparabólica con varias cosas. Si bien soy muy rencorosa por naturaleza, lo que no me gusta lo olvido rápido”, dice ella. Con Otto la cosa no funciona igual. Hay palabras que hacen que se le tense el cuello, quizá porque no hay mayor afrenta para un hombre que tocarle la esposa y la madre al mismo tiempo; y de ñapa, al papá.
Otto Pereda nació en Guatemala, donde pasó su vida adulta trabajando en un proyecto de la Unión Europea y de la OEA, sobre la capacitación en el uso de Tics de personas con discapacidad visual. Área que maneja bien, por su afición a las computadoras –que se suma a los libros, la cocinada y, sobre todo, la música– y por tener dos padres que necesitan bastones para tantear futuros pasos.
Siendo el menor de dos hermanos, la genética se ensañó con él: su hermano solo necesita lentes de contacto, mientras que Otto tiene un coctel de patologías: cataratas congénitas, estrabismo, astigmatismo y nistagmo. Aunque suena a mucho alcohol en un vaso, al menos, usando lentes, puede ver con relativa nitidez: “El problema es que no veo en profundidad (…). Sí, correcto, veo en 2D”.
Adriana conoció Disney, le demolieron los castillos y al final de las ruinas encontró un ascensor al paraíso. Eso fue la universidad.
En el liceo, se hartó de las conversaciones planas y quiso juntarse con el grupo de personas que manejaban en el periódico escolar. La lectura se volvió una actividad diaria. Quiso llevar eso a la Universidad Central de Venezuela, estudiando Comunicación Social. Iba a entrar por convenio, pero la escuela estaba full. Tras varias pruebas, logró irse por su segunda opción: Letras. “Todo lo que yo creía que iba a encontrar en Comunicación, lo encontré en Letras”. Hizo amigos con facilidad y mantuvo un promedio de 18. Se iba a graduar de Magna Cum Laude.
Lo único que no andaba bien era su vida sentimental: “Por ahí hubo algo, pero estaba muy desesperada por tener un novio. Mientras mis amigas se sacaban los chamos a patadas, yo tendía a ilusionarme sola”.
En la UCV era común verla con grandes cantidades de hojas escritas en braile. Para aquella época, la versión pirata de Jaws no había llegado a Venezuela. Una línea de una hoja de texto convencional equivale a casi tres líneas de braile. Desde el bachillerato su familia la ayudaba: “Yo recuerdo que Oriana era una niñita, no sabía leer corrido y me dictaba letra por letra”, las lágrimas le bajan por las mejillas. En la universidad, su papá jugó un papel preponderante dictándole cada libro que debía estudiarse para que ella pudiese transcribirlo. Luego empezó a grabarle las lecturas y dejarle las cintas.
Entre eso, una vida social activa e insatisfacciones románticas, pasó la universidad. Antes de entregar tesis, consiguió trabajo y postergó su graduación.
“Si no entregás la tesis, no voy para allá”, le dijo un día Otto, desde su casa en Guatemala.
Los futuros esposos se habían conocido cuando Otto viajó a Venezuela, por trabajo, a una convención de personas con discapacidad. Se presentó a Adriana y se despidió besándole la mano, con la seguridad que dan los kilómetros de distancia y la certeza de no verla más.
Meses más tarde, el jefe de Otto, amigo de Adriana, los enlazó, a modo de broma, por Messenger. Lo demás ya lo deben suponer: noviazgo, promesas de viaje, viaje, conocer a la familia, irse, regresar, pedir la mano, boda, residenciarse en Venezuela. Bueno, sí, suena más rápido y sencillo de lo que fue.
Adriana perdió el Magna Cum Laude por esperar dos años para presentar la tesis. Pero ganó a su “media naranja”, como dice su madre. De hecho, de no ser por el impulso de Otto quizá todavía no hubiese cerrado su ciclo universitario. Se graduó en el 2008 y se casó en 2009.
Hoy día, aunque valora lo que hace, desea trabajar en el ámbito editorial: “Te dicen lo buena que eres y te felicitan, pero no te ofrecen trabajo. Es como que ‘eres buenísima, pero ahí, donde estás ahorita’. Creo que hay mucho miedo, pero yo sé que puedo hacer todo lo que quiera, el asunto es que me dé nota: todo lo que realmente me ha motivado lo he logrado. Y ya entendí que hay otras vías para llegar adónde quiero. Ahorita estoy tranquila”.
—¿Has pensado en tener hijos?
“Sí, lo he pensado. Pero la situación actual del país y la economía no lo hace muy viable”, comenta que ha recurrido a subterfugios para no enredarse la cabeza: cada vez que nota a un bebé llorando le dice a Otto “Mira, son llorones, por eso es mejor no tenerlos”.
—¿Qué piensa Otto?
“Las cataratas de Otto son congénitas. Es muy probable que nuestros hijos, de tenerlos, salgan con discapacidad visual. A mí eso no me pesaría. Pero este tampoco es el país más idóneo para un niño así. Es cierto que hay muchas cosas que han mejorado desde que yo estudiaba, pero hay otras que están peor”.
Adriana no tiene diagnóstico. Pese a lo que dijeron en el Hospital Vargas, más adelante, siendo adolescente, le explicaron que eso era falso: no tiene “ojos pequeños”, pues los mismos están bien desarrollados. Tampoco hay antecedentes familiares que expliquen la situación. María dice que aceptó lo que sucedía cuando en el San Juan de Dios le preguntó a una mujer cuántos meses tenía el bebé que cargaba. “Tiene nueve años”, le respondió. “Ahí me di cuenta de que mi hija no estaba tan mal”, comenta María.
“Uno no lo acepta –dice Adriana–, lo asimila. Aceptarlo no, porque sería mentira decir que estoy muy bien y que no me gustaría ver. ¡De cajón que me gustaría ver!, pero no es indispensable”.
Todos somos pájaros en jaulas de prejuicios y creencias. La jaula de Adriana solamente resultó más fácil de identificar. Tras convivir con ella, la noté más susceptible a desarrollar limitaciones en su mente que en su cuerpo. Ella lo sabe, pero ya ha volado y quiere seguir haciéndolo, aunque los vientos de la frustración a veces la empujen hacia una dirección contraria a la deseada. Mientras saca una maestría en Literatura latinoamericana, cultiva su matrimonio, brega contra la economía, lee, edita y escanea, sigue surcando los aires, aunque más de un pájaro crea que su determinación es una enfermedad.
Por Lizandro Samuel
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