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“Estás en el templo de Zú,
aclara el color de tu aura,
busca la paz en la luz,
camina y respira la calma.
Respeta el silencio del lama.
Libera los traumas del karma.
Mira con los ojos del alma…
Recuerda que Dios eres tú”,
Lil Supa.

El nueve de julio de 2006, en un pueblo del estado Guárico de Venezuela, un adolescente daba cabezazos a una reja. El joven, de esos para los que un gol es más memorable que una noche de buen sexo, creció siguiendo la carrera de Zinedine Zidane. Lo consolaba –ante el desasosiego de un mundo imperfecto– que existiesen héroes, aunque en vez de matar dragones se hicieran millonarios promocionando desodorante.

Zidane podía retirarse alzando el trofeo de campeón del mundo por segunda vez. Sin embargo, propinó un cabezazo a Marco Materazzi. Se ganó una tarjeta roja y tuvo que escuchar desde el vestuario cómo Italia se impuso en los penales.

Todas las selecciones se habían propuesto, en el camino de los galos hacia la final, jubilar a un Zidane que ya había anunciado su retiro. Tal tarea no recayó en los hombros del español Raúl o del portugués Figo, ni si quiera del árbitro Horacio Elisondo: a Zidane lo jubiló su propia sombra.

El joven venezolano dejaba atrás la fantasía infantil al darse cuenta de que el mundo no funciona según sus caprichos: no siempre ganan los (que él considera) buenos.

¿Cómo quien jugaba con semejante mirada de concentración perdió los estribos? Zizou fue expulsado 14 veces en su carrera, 11 de las cuales por roja directa. Liliam Thuram, defensa agresivo y compañero suyo de selección, recibió menos de cinco rojas.

El marketing y los medios se esfuerzan por crear ídolos planos. Más allá de las complejidades íntimas de Zinedine, su imagen pública representa en sí misma la integración de características en apariencia contradictorias. Los aficionados suelen darle preponderancia a una y sorprenderse cuando emerge otra que decidieron ignorar. Pocos futbolistas representan la búsqueda de armonía de opuestos como el mago con apariencia de monje budista, que dejó boquiabiertos a millones al dar el tercer –sí, el tercer– cabezazo de su carrera.

Hijo de inmigrantes que llegaron a Europa en 1953, creció en La Castellane, Marsella, donde se driblaba a rivales dispuestos a provocar fracturas. Quien pisaba en falso, salía con mucho más que un cabezazo.

Juan Varraud, ojeador del Cannes, viajó a un partido regional para ver a una joven promesa que no se presentó. En cambio, se fijó en Zinedine Yazid Zidane, al que todos llamaban por su segundo nombre. Le advirtieron que el chico era problemático, si alguien le hacía cosquillas era capaz de partirle la cara.

Su fútbol era más técnica que agresividad, a lo largo de su ascenso se mostró lejos de la ambición desaforada que lleva a muchos a querer el máximo protagonismo. Recién llegado a Cannes, vivió en la casa de Jean Claude Elineau y su esposa, quienes siempre se referirían a él como un chico callado y amable al extremo. Ya siendo mayor de edad, viviendo en una residencia y siendo profesional, miraba detenidamente a una muchacha que solía corresponderle. Véronique Lentisco-Fernandez al final se decidió a hablarle. Comenzaron a salir. Por esa época, durante un Niza vs Cannes, Yazid caminó de un área a la otra, con la misma calma con la que jugaba, y le metió un cabezazo a un adversario.

En una era del fútbol muy tosca, se perfiló como un mediocampista que se calzaba zapatos de vestir para repartir asistencias. De repente, le tocó sostener un fusil. En la campaña 1991/92, lo llamaron a cumplir servicio en el Ejército. De defensa personal sabía: había practicado judo. ¿Tenía acaso perfil militar? Hizo lo que mejor se le daba: representó a Francia en la Copa del Mundo de militares y la llevó hasta la cuarta plaza.

El Olympique de Marsella era el club del que había sido hincha. De niño, apenas parpadeaba viendo al uruguayo Enzo Francescoli, en honor al cual bautizaría a su primogénito y a quien años más tarde le tocaría vencer en la Copa Intercontinental de 1996. Cuando el Cannes le quedó chiquito, el club de sus amores se interesó en él pero lo descartó porque al DT, Raymond Goethals, le pareció demasiado lento. Acabó en Burdeos. Muchos opinaban que era algo regordete, que le faltaba velocidad. No podían concebir que quien parecía jugar en cámara lenta fuese el que pensara más rápido.

Hubo quien lo comparó con Michael Platini, el hasta entonces mejor jugador de la historia de Francia. “No creo que Zidane sea el nuevo Platini: yo era más concreto y sus goles son solo excepciones”, dijo el propio Michael. El joven que acabó casándose con la chica a la que tanto miedo le dio saludar, se había convertido en una de las mayores promesas de Europa. El tímido Yazid dio paso al reflexivo Zinedine. Dos formas de entender el silencio según el marketero de turno.

Francia era un país destinado a la gloria, aunque no terminaba de asirla. La interpretación de la profecía había hecho creer décadas atrás que el encargado de equilibrar la Fuerza, de restablecer el orden de los elementos, sería un joven francés de pura cepa llamado Michael Platini. Si en la infancia de Zidane se destaca que había que saber defender con los puños lo que se hacía con los pies, en la de Michael se habla de que pasaba horas tratando de insertar el balón en la escuadra del portón tras el que su padre guardaba el carro.

Platini fue un mediocampista elegante que le sostuvo el pulso mediático al mejor Diego Armando Maradona. Con Francia, ganó la Eurocopa de 1984. Los hinchas salivaban: estaban ante El Elegido. Por eso no comprendieron cuando su selección quedó tercera en el Mundial de México 86. Mitológicamente, el tiempo mostró que Platini fue en realidad el arquetipo del rival de Maradona y el del antepasado futbolístico de Zidane. El marco de ambas figuras, que también entraron al Olimpo, ayudan a entender su propia sombra.

En la Juventus, fue más ídolo de lo que sería Zidane en el mismo club: ganó la Copa de Europa y fue el único en recibir tres Balones de Oro consecutivos hasta que Lionel Messi igualó su récord varias décadas más tarde. Al final, su mito comenzó a torcerse. El 29 de mayo de 1985, en el estadio Heysel (Bruselas) se jugó la final de la Copa de Europa entre Liverpool y Juventus. La violencia llenó las gradas: fallecieron 39 personas en una avalancha. Los equipos siguieron jugando. Platini y la Juve ganaron la Copa en medio de un caos de heridos. “Aquella también fue mi muerte. Fue la muerte del fútbol y también la mía, la nuestra. Cada vez que hablo de ello es una nueva muerte”, dijo años luego.

El mito tomó otro camino. Cuando estaba por retirarse, en un partido ante el Madrid, susurró a un rival que, por favor, errase un penalti para concederle un ocaso digno. El príncipe, que en la Eurocopa de 1984 había goleado con perfección anatómica (tres goles con la pierna derecha, tres con la izquierda y tres de cabeza), dejaba ver las debilidades que nunca se le habían adjudicado. Fue y sería una víctima de las cosas que nunca asimiló.


Colgó los guayos, hizo aquella célebre afirmación de que el futbolista es el único que muere dos veces –la primera, cuando se retira; la segunda, cuando deja de respirar– y, sin saberlo, mató la esperanza de quienes vieron en él al protagonista de la profecía. Se convirtió en un dirigente glamuroso, con un drible político elegante, que décadas más tarde haría un mal cálculo de corrupción que devendría FIFA Gate. Al igual que Maradona, fue de la luz de las glorias deportivas a la oscuridad de su propia leyenda. La profecía había sido malinterpretada.

Zizou fichó por la Juventus. En Italia aprendió que el triunfo es cuestión de hábito. Los más grandes lo son porque compiten hasta en quien desayuna más rápido. Le costó adaptarse, pero Marcelo Lippi, su primer DT en el club, lo respaldó. Ganó regularidad, hizo más goles, sumó intensidad defensiva. Aunque los más irracionales lo tildaban de pecho frío, incapaces de comprender a alguien que domina el juego sin pegar gritos, siempre pidió la pelota en los momentos más apremiantes. ¿Estaba listo para la gloria absoluta? Le tocó perder tres finales consecutivas, una con Cannes y dos con Juventus.

En la Eurocopa de 1996, utilizó el dorsal 10. Francia cayó en semifinales. Él mismo contaría que llevar esa camiseta supuso una gran presión. Con ese número, Platini había guiado a los galos al título continental. Zidane era el ejemplo de algo que aún es tabú: la autoestima de los grandes también padece fragilidad. ¿Sería capaz de armonizar sus dualidades?

En la fase de grupos del Mundial de Francia 1998, dio un pisotón a un jugador de Arabia Saudita y fue suspendido por un par de juegos. El héroe no encontraba equilibrio. Marcel Deschamps, capitán galo, lo criticó: ¿cómo es que el mayor argumento ofensivo del equipo se ganaba una expulsión tan infantil? Quizá Zizou aprovechó la suspensión para meditar. Volvió a la cancha con el temple de un monje que camina hacia su objetivo.

Destacó en el resto del camino hacia la final, donde un Brasil cargado de todo el peso de su palmarés era el rival magno que necesitaba Francia para dar la estocada y convertir esa selección en una absoluta leyenda. El juego de cabeza siempre fue el punto débil de Zidane. En la construcción de un mito tan dual fue lógico que los dos goles que marcó en la final los hiciera con la parte del cuerpo que muchos creían que solo le servía para pensar. Dos cabezazos que enrumbaron la victoria, a la que Petit puso el 3-0 definitivo. El país deliraba. Pero en la grada, un Enzo Zidane de tres años no contenía el sueño: le pedía a su mamá que se fueran a casa. El que no cesó de aplaudir fue Platini, parte del comité organizador de ese Mundial y quien supervisó la construcción del Stade de France de Saint-Denis, donde la profecía al fin se cumplía.

Aquél combinado fue apodado el black, blanc, beur: negro, blanco, amarillo. Lo vendieron como un equipo multirracial que simbolizaba la unión de un país. En sus comienzos, hubo quien abucheó a Zidane: era intolerable que alguien de ascendencia argelina llevase tantos galones. Cuando Yazid era un adolescente recién salido del hogar materno, algún vecino preguntó a Jean Claude Elineau por qué vivía un árabe en su casa. Solo ocho de los campeones del mundo serían de familia nativa francesa.

Un hincha de ascendencia marroquí jamás olvidó ese Mundial: “Al día siguiente, los árboles eran más bellos. Al día siguiente, habían abdicado el racismo. De repente, éramos populares: las chicas querían salir con árabes y con negros”. En el arco del triunfo de los Campos Eliseos, se proyectó el rostro del autor de dos de los tres goles. La gente gritaba: “Zidane presidente”.

El equilibrio de la Fuerza lo trajo un héroe que necesitaba integrar todas sus culturas para definirse a sí mismo. En 2015, una encuesta develó que Yazid era una de las 20 personalidades favoritas de los franceses.

En el 2001, luego de ganar la Eurocopa el año anterior, Francia jugó el primer amistoso de su historia frente a Argelia. Lo promocionaron como el partido de la paz. Hubo aficionados argelinos que pitaron a Zidane y casi ninguno se privó de abuchear la Marsellesa. Cuando los galos iban ganando 4-1, comenzaron los disturbios. Igual que Platini, Zidane se vio envuelto en lo peor del fútbol. Pero, en esta esta ocasión, ningún combinado quiso seguir jugando. En vez de patear la pelota como si no existiera la ignorancia, asimilaron la huella imborrable del dolor: se fueron al vestuario a rumiar su tristeza. Solo quien asume el horror es capaz de superarlo.

El campeonato del mundo significó la ilusión de libertad. Podían quedar en el pasado varias de las rabias que trotaban por el inconsciente de Zizou. Pero uno de sus peores años fue la temporada luego de la consagración: “Cuando eres campeón del mundo te relajas. Quería disfrutar del momento. ¿Se puede hacer eso? Pensé: me paro cinco minutos y lo disfruto. Pero no me paré cinco minutos, me paré un año. En fin, no uno entero, porque tampoco fue eso, pero sí fue un año difícil, muy duro”. En su última campaña en Juventus, durante un partido de Champions, le dio un cabezazo al alemán Kientz. Asimilar e integrar nuestras características ocultas es un viaje sin puerto. El año siguiente levantó la Euro con Francia.

Zidane y Ronaldo son los dos rostros principales del puente mediático que significó el cambio de siglo. La cumbre la vivirían Beckham y Ronaldinho; no obstante, los dos primeros ya tenían un aura de Hollywood. Florentino Pérez había asumido la presidencia del Real Madrid y más que un equipo quería armar una corporación. En un restaurante de alta clase, rodeado de decenas de personas, escribió en una servilleta: “Do you want to play in Real Madrid?”. El papel viajó de mano en mano hasta Zizou, quien respondió de la misma forma con un sencillo “Yes". Se convertiría en el fichaje más caro de la historia, título que ostentaría por un par de lustros.

“Nosotros es que no estamos hechos para la fama y el reconocimiento. Ha sido un poco difícil”, declaró Véronique. El Real Madrid se estaba convirtiendo en una oda al despilfarro. Laurent Blanc, compañero de selección, le dijo a Zidane: “Lo más importante es la cancha. Ahí será donde te puedes expresar mejor”. La sociedad necesita de blancos o negros. Dicen que el dinero es malo: solo luce bien cuando el millonario de turno lo despilfarra en una reality show. Se espera que los futbolistas o bien sean personas modestas que “nunca cambian” o se acepta que devengan niñitos caprichosos que compran restaurantes para despedir al chef.

Zidane comenzó a erigirse como un monje que meditaba en el silencio de su familia, para liberar sus karmas con la destreza del que patea balones de luz. Aprovechó los privilegios, protagonizó tantos comerciales como sus compañeros y logró integrar su imagen de figura pública y empresario a su rol de futbolista: ningún rol se devoró a otro.

Recién llegado a Madrid, toleró los comentarios que lo persiguieron siempre: que era un pecho frío, lento, que le faltaba pasión. Calló con actuaciones estelares a los que lo señalaron como responsable de lo que tardó el equipo en carburar. El 15 de mayo de 2002, en la final de la Champions que enfrentó al Real Madrid y al Bayern Leverkusen, Roberto Carlos centró un balón con pocas posibilidades de ser controlado. Menos mal que al encargado de hacerlo lo apodaban El Mago: la pierna más hábil de Zidane es la derecha, pero sin dejar picar la pelota metió una volea de izquierda que clavó el balón en la red. El Real Madrid ganó la Champions y Zidane colgó en su vitrina la medalla que tanto se le había escapado. Nació como mito.

Días antes, el partido de extrema derecha de Francia, racista y xenófobo, pasó a segunda vuelta de las elecciones presidenciales. En el mundo, las tensiones son una tormenta cotidiana. La paz la encuentra el monje mirando hacia adentro. Yazid se había transformado en un ícono de la globalización. Trascender es la mejor manera de combatir la idiotez.

Lo que vino luego es una de las historias más penosas del deporte: los Galácticos. Florentino Pérez gestionó el equipo como un productor que calcula cuánto va a ganar en boletería. Con la llegada de Beckham no quedó dudas de que vender camisetas era tan importante como llenar las vitrinas.

“El éxito es pasajero, la gente olvida lo que pasó ayer”, dijo Véronique. Los Galácticos ocupaban más espacio en la sección de farándula que en la de deportes. Hubo un desfile de directores técnicos: nadie podía controlar a la pandilla de niños ricos. Florentino visitó a Ronaldo para rogarle que se acordara de que tenía casa. ¿Por qué no seguía el ejemplo de Figo? “¿Usted ha visto la esposa de Figo? Si yo tuviera esa esposa tampoco saldría de mi casa”, respondió el brasileño. Hubiese estado bien preguntarle cuál era la excusa para no entrenar.

Zidane, siendo uno de los más cotizados, fue el que evadió los escándalos. En 2006, anunció el retiro. Alegó que el cuerpo no le respondía, que lo más grave era la fatiga psicológica. No sería capaz de soportar otra temporada sin medallas. En su último partido en el Bernabeú, salió llorando mientras decenas de miles lo ovacionaban.

Los hinchan escindían partes de su imagen para que se les hiciese más fácil asirlo. El lugar común decía que era muy pasivo, pero en su última Champions fue expulsado dos veces. Hubo quien habló de su infinita modestia, aunque en el entretiempo de las semifinales de Alemania 2006, un oficial FIFA fue a buscar a la selección gala al vestuario. Ya Portugal estaba en la cancha y le rogó a Zidane, quien seguía sentado y con las medias caídas, que salieran. El capitán, que anotó el único gol del encuentro, pidió calma: “Total, el partido no puede empezar sin mí”.

Construyó una imagen de familia perfecta, pero sus tres hijos –todos futbolistas profesionales– preferían usar el apellido materno. “Yo soy Enzo, no papá. Me incordia que siempre me quieran hablar de papá”, se quejaba el mayor cuando era niño. A su esposa le preguntaron por un defecto del astro: “Su enorme paciencia. Hay veces que me saca de quicio. Él es muy paciente. A veces, demasiado amable”. Seguro que Marco Materrazzi tenía una idea distinta.

Lo insoportable era que su imagen parecía honesta, dejando ver las llamadas “contradicciones”. En un documental se puso a dominar el balón fuera del área, luego le pegaba para tratar de estrellarlo contra el travesaño. “He tirado veintitantos, casi treinta, y cuántos me han salido, ¿uno?”, dijo al camarógrafo. Años más tarde, Nike utilizaría el mismo ejercicio –pero cubierto con la magia de la televisión– para mostrar a Ronaldinho acertando tiro tras tiro sin dejar caer la pelota.

La búsqueda del equilibrio adquirió otro matiz cuando se hizo entrenador. Ahí sí pareció integrar sus partes en absoluta armonía, al menos como figura pública. Ni su familia ni sus ex compañeros esperaban que escogiese esa carrera. El primer equipo que dirigió fue el Real Madrid Castilla. Los jóvenes lo veían embelesados, pero su discurso tardó en calar. Sin miedo a pedir ayuda, volvió a los orígenes. Guy Lacombe, quien fuera su DT en las juveniles del Cannes, se sumó al cuerpo técnico. Desde entonces, el equipo logró victoria tras victoria. Cabe destacar que un miembro fijo como su asistente siempre ha sido su mejor amigo desde que eran juveniles: David Beltoni.

Cuando se sentó como DT del primer equipo del Real Madrid, muchos subrayaron su inexperiencia. Él paseó por las ruedas de prensa bromeando con los periodistas que lo cuestionaban, siempre con un chiste como quien tira una gambeta. Logró lo imposible: relajar el ambiente de un club que vive al borde de un paro cardiaco. Quienes decían que le faltaba carácter se quedaron perplejos cuando convenció a Cristiano Ronaldo, quien se distrae haciendo abdominales frente a un espejo, de que debía descansar. Fueron las tres mejores temporadas de CR7 en Madrid.

Una vez se filtró la foto de su supuesta libreta de anotaciones: en las redes sociales se sorprendieron de que quien cobraba millones y se había formado en los más prestigiosos espacios “supiese de táctica”. El monje puede aceptar su arrogancia pero reniega el placer de presumir. Nadie había ganado dos Champions seguidas, su Real Madrid ganó tres. Tuvo la rabia competitiva para que su equipo actuara como el mejor, pero la humildad para reconocer cuando las cosas dejaron de funcionar. Fue el primer técnico que Florentino Pérez no despidió: él renunció cuando todos pedían que se quedara.

¿Cuántos podían manejar un club lleno de estrellas, que depende de tantos intereses extradeportivos? Los Galácticos fue quizá su peor experiencia como jugador, pero supo integrarla a su conocimiento como DT. Su Madrid fue el primer campeón de Liga que contó con 20 jugadores que sumaron más de mil minutos. Todos esperaban un Zidane súper ofensivo, pero dirigió con el mismo pragmatismo con el que jugó: es irónico que uno de los mejores enganches de la historia haya alcanzado la gloria en Madrid jugando por la banda izquierda. Como entrenador, apostó por Casemiro, un mediocentro incapaz de sacar la pelota jugando pero con una inteligencia que lo convirtió en uno de los mejores recuperadores.

Quienes hablaron de suerte, ignoraron que en su gestión el club ganó el primer doblete, Liga y Champions, desde 1958. Cuando se despidió de su primera etapa, dijo que el mayor logro fue la liga de la temporada 2016/17. Por muy espectacular que fuera la Champions, la regularidad doméstica marca el pulso de un campeón. Renunció, otros dos técnicos se quemaron tratando de encontrar las respuestas que él sabía que no tenía, y, luego de que los egos bajaron, Florentino le pidió que regresase. Le preguntaron su objetivo: hay que ganar ligas, explicó.

Según tantos, el diálogo entre Materazzi y Zidane, el día de la final de la Copa del Mundo, fue más o menos así:

—Si quieres mi camiseta te la puedo dar después del partido –se quejó Zizou de la marca.

—Prefiero que me des a la puta de tu hermana.

Algunos cambian puta por el insulto de su preferencia, otros dicen que hubo algún comentario racista; una vez el francés dijo que en realidad se metió con su mamá, quien por ese entonces estaba enferma, situación que lo tuvo estresado durante el Mundial. A efectos mitológicos, da lo mismo. La postal fue elocuente: Zidane bajando las escaleras hacia el vestuario dándole la espalda a la Copa del Mundo. Era la catorceava expulsión de su carrera. Platini no recibió una tarjeta roja en 15 años.


La Italia de Marcelo Lippi, quien enseñara a Zidane a competir en el pasado, ganó la final en penales. Materazzi recibió el don de la vida de la cabeza de un dios del Olimpo: como mito, el italiano existe por lo que pasó ese día.

Los seres humanos nos hacemos libres a través del proceso de individuación, solo cuando asimilamos e integramos todas nuestras partes –muchas de las cuales rechazábamos en un principio– podemos encontrar lo que nos hace únicos y brillar con toda nuestra fuerza. Zeus, ejemplo absoluto de lo viril, se volvió un rey en plenas facultades cuando entró en contacto con su feminidad. El yin y el yang vive dentro de cada quien.

La rabia de Zidane surgió como sombra, pero fue la misma que, hecha luz, le dio la confianza para hacer una volea imposible en 2002. Cuando no hay equilibrio, reaccionamos: como en sus tres cabezazos. Cuando hay equilibrio, accionamos: como en la Copa del Mundo, Eurocopa y Champions que ganó.

Sus detractores tratan de minimizar su carrera a un error demasiado mediático. Quienes lo idolatran hablan de un ganador absoluto sacado de quicio por los caprichos de un villano. En el club de los que pasean por el Olimpo, Zidane es uno de los que posee menos títulos como jugador: ganó 15 trofeos. Un futbolista de su solera por lo general pasa la veintena. Anunció su retiro harto de perder. ¿Cómo hay que recordarlo, entonces? En un pueblo de Guárico un chico golpeó su cabeza una y otra vez creyendo que así rezaba a su dios. Zidane, etimológicamente, significa “belleza de la religión”. El héroe que devino dios del fútbol existe para recordarnos que la vida es una meditación infinita. ¿Fue un ganador o un derrotado? Es un monje caminando hacia la iluminación.



Por @LizandroSamuel.
Fotografía: Getty Images y FIFA
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