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Danza Butoh. El movimiento de cuerpos agonizando


Es un método que busca enseñar al cuerpo a romper la barrera de la mente consciente para que surja desde la oscuridad (o desde el inframundo: arquetipo junguiano del subconsciente) la expresión más pura.

Por Lizandro Samuel

“El cuerpo no oculta su milagro. Se vence a sí mismo.
Se da muerte. Las manos que una vez apuntaron hacia el cielo
son ahora armas de gravedad, falanges con veneno.
Un arco, una caricia mala: abusar del viejo prostituto
hasta hacer del escenario una caricia vacía”.

Daniela Camacho

Fotos de Óscar Gabriel Uzcategui


Un calentamiento de ellos es una sesión de yoga fuerte para mí. La sala del TET tiene el aura espectral de los teatros, con el añadido de que está construida bajo una iglesia de la que alguna vez formó parte. Los que creen en esas cosas dicen que, en las noches, la magia del arte deviene visitantes espectrales. Cierto o no, este viernes 11 de marzo pareciera estarse cocinando algo de ultratumba.

Antes de que empezara el calentamiento, solo Ximena Carquez estaba sobre el escenario, acostada cual pegatina. Solo se movió cuando Roberto Sánchez, otro miembro de la compañía y quien resulta ser su pareja sentimental, se acercó. Sentí que algo se rompía, como cuando se agrieta la cáscara de un huevo. Fue como si Ximena volviera desde el Más Allá de la concentración.

Ahora los bailarines hacen un círculo en torno al maestro Juan Carlos Linares: estiran, calientan. El sonido es el de barajitas despegándose de álbumes. ¿Saben a lo qué me refiero? El de los huesos, músculos y tendones cuando parecieran pedir aceite. Hoy es el preestreno (la función para la prensa y amigos) de Cuentos de Hadas y Dragas, un montaje de danza butoh. El primero que se realizará en Venezuela desde antes de que empezara la cuarentena. Esta compañía, la del maestro Juan Carlos, tendrá mes y medio de cartelera. ¿Qué otro grupo de danza se da semejante lujo en un país en el que hay menos vida nocturna que en un babyshower?

Esto llega cuando todavía la pandemia no ha pasado, luego de que casi todos nos enteráramos de más muertes de personas conocidas que en cualquier otro momento de nuestra vida, mientras en las redes sociales los testimonios de enfermedades mentales siguen en aumento, en una ciudad que llegó a tener cifras de asesinatos solo comparables a la de naciones en guerra y en un país en el que la tortura se ha vuelto habitual. El butoh, vale acotar, es considerada la danza de la oscuridad y del inconsciente: nació de ver el movimiento de cuerpos agonizando.


Juan Carlos tiene 66 años y, si te agarra descuidado mientras cruzas la calle, podría decirte que acaba de cumplir 45 y quizá le creas. Dice que esta presentación se gestó en los albores de la pandemia, cuando todos estaban encerrados y (nótese la elección de verbo) necesitaban seguir viendo clases: comprobaron que era posible continuar por Zoom. Juan Carlos le asignó a cada miembro una pintura surrealista de dos artistas: Leonora Carrington y Remedios Varos. Cada bailarín fue anotando sus reacciones a esos estímulos y se empezó a gestar lo que hoy va a presentar.


—A la par de eso —explica Juan Carlos—, Gio estaba haciendo una improvisación y yo lo veo, en ese momento mi cabeza empieza a volar y me surge la idea de usar la apariencia física de una drag queen para incorporarlo al trabajo de las pinturas, porque me pareció interesante el mensaje que se podía dar usando esos dos elementos: una pintura en concreto con todo el surrealismo que puede tener el ser drag queen, con su grotesco de vestimenta y exageración. Pero no estamos ni haciendo una crítica, ni que estamos a favor, ni estamos diciendo nada en realidad sobre el drag queen; solo surgió la idea de que nosotros [los hombres] usáramos esa apariencia y ellas [las mujeres] la de unas hadas. Pero el trabajo sigue siendo en torno a las pinturas.



Juan Carlos comenzó a bailar en los 80, en la cúspide de la danza en Venezuela. Se hacían funciones, festivales, eventos. Cobraba un salario que le permitía ser bailarín de ocho de la mañana a una de la tarde. Y aunque necesitaba hacer algo más para redondear sus ingresos, ese algo más era dar clases de expresión corporal dos días por semana en una compañía de teatro. Podía vivir en torno a la danza en un contexto en el que —explica— la vida era más barata.

Se mudó a Nueva York en los 80 para estudiar butoh. Descubrió una industria más grande, más competitiva. Salvo que se bailara en una compañía muy consolidada, lo normal era que los bailarines tuvieran trabajos por horas —como mesoneros o dependientes— que les permitieran cubrir sus gastos mientras se seguían dedicando a la danza. Eso sí —cuenta— el interés del público era notable: había muchas presentaciones y todas se llenaban.

En un ínterin, viajó a Japón. No tenía dinero para pasar una temporada en Tokio o alguna ciudad, así que su estadía se ciñó a un pueblito en el que estuvo dos meses encerrado estudiando. Luego, volvió a Nueva York y después a Venezuela. Era el comienzo de siglo y trataba por diferentes medios de conseguir una beca o algo que le permitiera seguir bailando en el extranjero. No quería vivir en un país cuya industria artística parecía debilitarse, pero no le salió ninguna oportunidad.

Decidió hacer algo que años antes le parecía imposible: dejar de bailar. Las frustraciones reconfiguran la vida de las formas más inesperadas. Además, debía mantener el hogar. Se puso a estudiar yoga, y entre el 2000 y 2005 sentó las bases que lo llevarían a ser uno de los maestros más respetados del país en esta disciplina. ¿El baile? Bien, gracias. Después de 2005 hizo una que otra cosa esporádica, sin mucha motivación.

“Es que tampoco me paraban bolas”.

Hasta que en 2018 lo invitaron a una actividad en Bogotá y allí, tras 18 años contenido, el dragón salió de su cautiverio incendiando todo a su paso: si las frustraciones reconfiguran la vida, las motivaciones la hacen florecer. Lo invitaron a dictar un taller y de a poco volvió a su rutina del butoh, ahora con varios bailarines en su compañía. Así se mantiene hasta el presente, cuando dedica sus mañanas a dar clases de yoga y tres tardes de la semana a la danza. Lo que no es más que otra manera de decir que en las mañanas se gana el dinero que le permite vivir de verdad en las tardes.

—Eso no tiene respuesta —me ataja cuando le pregunto por qué, a su edad, dedica tiempo a algo que no le genera remuneración—. Así como alguna vez yo no quise bailar más y después surgió de nuevo el gusanito y fue como ¡uuuy!, y volví. Eso siempre surge. No tiene respuesta. Es como una satisfacción interna demasiado grande, que te sientes ¡guao!: es un parto que hice y este es el hijo, qué bello. Miras hacia atrás y ves todo lo que costó, pero también te das cuenta de todo lo que hemos logrado. No es una cuestión racional.

Antes, en Caracas, casi todos los teatros cobraban a las compañías un porcentaje de la taquilla. Hoy, la mayoría puede llegar a cobrar entre 500 y 1.000$ por día, indistintamente de cómo le vaya a la obra en cuestión, dice Juan Carlos. Por fortuna, el TET solo les pedirá una parte de lo que recauden con las entradas.

—Que tampoco es mucho. La entrada aquí son 5$, y hay bailarines amigos, gente del entorno, que no tienen para pagar eso. Te preguntan si les puedes regalar el pase y uno cede.

Desde el maquillaje hasta los vestuarios, todo ha sido donaciones. Intercambios, si se quiere: alguien da algo y ellos ponen el logo de la empresa en cuestión en el flyer. Juan Carlos, a sus más de 60 años, ha aprendido a moverse en esos términos.

Como nunca estuvo en los planes contratar un maquillista (la compañía no tiene dinero), debían buscar quien les enseñara a maquillarse como drag queen. Primero, dieron con alguien que podía impartirles un taller a cambio de 80$ por participante. Descartado. Después, apareció otra que cobraba 40$ por bailarín. Tampoco. Al final, dieron con una drag que les enseñó a cambio de que le hicieran publicidad a su bar.

Se podría decir que es difícil organizar proyectos por el estilo en un país para el que, teniendo en cuenta sus antecedentes inmediatos, ya es “positivo” tener una hiperinflación en tres dígitos. La realidad es que, dejando de lado la precariedad extrema que está marcando cada iniciativa, la actitud colaborativa pareciera ser el vehículo del arte a nivel mundial hoy día. No en balde la metáfora de nuestros tiempos es la de la red.


Me siento en una película. Música bailable, cuerpos atléticos dando saltos entre risas. Juan Carlos los ve desde la sala de controles. Sonríe, ante las payasadas. Queda claro que Armando Díaz es el alfa del grupo. Lo particular es que es una rara mezcla entre el payasito de clase con el líder indiscutible. Guía una suerte de joda basada en movimientos de ballet que les sirve para soltar tensiones.

De todos con quienes hablaré, será el único que me encarará con esos gestos educados y confiados que llevo años viendo entre futbolistas y entrenadores profesionales, así como en músicos, escritores y cineastas reconocidos. Esos ademanes que se construyen luego de mucho roce frente a micrófonos y grabadoras. Lo que, además, suele significar que ya hay un discurso preconcebido que funge de escudo. No obstante, dirá cosas importantes.


El butoh fue creado en 1950 por Kazuo Ono y Tatsumi Hijikata, como una búsqueda de reflexión en torno a la Segunda Guerra Mundial y a las consecuencias de la bomba nuclear que destruyó Hiroshima. Según cuenta Ana Vidal Egea en una nota de El País, en la primera presentación de dicha disciplina Japón “se escandalizó ante las caras grotescas de los bailarines y sus movimientos febriles, sexuales e irracionales; bizqueaban, imitaban el comportamiento animal, tenían espasmos, reproducían gestos de sufrimiento, temblaban como si se estuvieran electrocutando, ofrecían un espectáculo macabro y, por encima de todo, daban miedo”.

Los movimientos son lentos, demandan precisión. Es un método que busca enseñar al cuerpo a romper la barrera de la mente consciente para que surja desde la oscuridad (o desde el inframundo: arquetipo junguiano del subconsciente) la expresión más pura.

La mejor forma que encuentro —yo, que de esto sé poco y nada— para describir el estilo de movimientos es un extracto de la novela de no ficción Hiroshima, escrita por John Hersey: “El señor Tanimoto, temiendo por su familia y su iglesia, corrió hacia ellos por la ruta más corta: la autopista Koi. Era la única persona que entraba a la ciudad; se cruzó con cientos y cientos que escapaban de ella, y cada uno parecía estar herido de alguna forma. Algunos tenían las cejas quemadas y la piel les colgaba de la cara y las manos. Otros, debido al dolor, llevaban los brazos levantados en el aire, como si cargaran algo en ambas manos. Algunos iban vomitando. Muchos iban desnudos o en harapos. Sobre algunos cuerpos desnudos, las quemaduras habían dibujado patrones: tiras de ropa interior y suspensorios, y, sobre la piel de algunas mujeres —puesto que el blanco reflejaba el calor de la bomba y el negro lo absorbía y lo conducía a la piel— se veían las formas de las flores de sus kimonos. A pesar de sus heridas, muchos ayudaban a los parientes que peor estaban. Casi todos inclinaban la cabeza, mirando al frente y en silencio, sin expresión alguna en el rostro”.

Nunca ha sido, explica Juan Carlos, una danza popular:

—El butoh en Asia era en sus inicios muy bajo perfil. Cuando yo quería irme a estudiar esto afuera, mi primera intención era Japón. Fui a la embajada de Japón, y la agregada cultural no sabía de qué le estaba hablando. Además, me dijo que solo daban becas para carreras técnicas, no daban becas para artistas. Yo le decía si no conocía a tal o cual referente, y ella me decía no, que no sabía de qué le estaba hablando.

Cuando hacía unipersonales a través de su compañía iban, como mucho, diez personas a verlo. Hoy, con este grupo de bailarines, ha tenido otra experiencia. También cree que en Japón y en el mundo hay más apertura para estas cosas. Por ejemplo, se hizo una exhibición en la inauguración de los Juegos Olímpicos y en YouTube se encuentran presentaciones de diferentes partes del mundo, incluyendo más de un caso de personas que enseñan la disciplina en centros penitenciarios.

Armando responde que es un privilegiado, puede vivir en torno a la danza, como casi nadie en el país. Tiene 42 años, pero si lo ves caminar por el Paseo Los Ilustres después de una presentación, vestido con shorts y suéter deportivo, puedes pensar que ese tipo se ve muy bien a sus 30 y pocos.

La mayoría de los bailarines de su generación que migraron, dice, dejaron el arte: se dedican al pilates o algún otro trabajo. Sin embargo, hay más de uno que está en alguna buena compañía. Por su parte, dice que sigue en Venezuela pues “de construir algo lo hago en mi país, que fue el que me dio las herramientas”. Ha logrado surfear la crisis con altos y bajos. Tiene un sueldo como bailarín en una de las compañías en las que está y otro como docente, ninguno es sustancioso pero son entradas fijas. Ahora, los ingresos de verdad le aparecen cuando cae algún tigre; bien sea un montaje que haga con su propia compañía, tras lograr financiamiento externo, u otro trabajo para el que lo busquen.

—Yo no sé por qué no vi mercadeo en la carrera; mucha bailadera y cosa, y no nos enseñaron a vender: eso es fundamental. Porque eso es lo que vas a hacer desde que te gradúas, vender tu trabajo. Sea como bailarín o como coreógrafo, todo es venderse. Yo creo que una de las cosas fundamentales que deben ensañarse en la carrera es a gerenciar, marketing, marketing digital.

Ahora, con su edad y en esta etapa —es soltero, tiene una perra, vive solo; algo poco habitual entre bailarines: pocos logran independizarse a través de su trabajo— quisiera más comodidades, la tranquilidad que ofrece el dinero. ¿Cómo? Explica que dejando de dedicar tiempo a proyectos no remunerados, como el que hoy lo convoca.

Juan Carlos ordena que se agrupen en un extremo del escenario. Dice que la idea es que cada uno proponga un movimiento/paso para que los demás lo imiten. Se agachan, se retuercen, les cambian las caras: disfruto con las muecas que hacen. Sobre todo, Roberto Sánchez. Cuando llegué, pensé que era quien menos encajaba con el estereotipo del bailarín. Ahora, creo que nació para el butoh. Todos parecen pequeños monstruos que bailan. Pienso en el dibujo animado Aaahh!!! Real Monsters.

Juan Carlos, luego, los apura a irse a maquillar. Deben pintarse el cuerpo de blanco. Dos horas, más o menos, les lleva acomodarse antes de cada función. Quién sabe cuánto les llevará limpiarse después. Julieta Bello, por ejemplo, peina su afro en trenzas y las carreras las deja pintadas durante los días de presentación. Más tarde, apurada, saldrá a toda velocidad con maquillaje puesto una vez hayan sonado los aplausos: deberá conectarse a Zoom para una reunión.

Lo que dijo Armando es verdad: es un privilegio vivir en torno a la danza. Como mucho, algunos viven en torno al movimiento corporal. Deben compaginar sus actividades sobre tarima con otras que les den dinero. Ximena es educadora corporal, Roberto trabaja en análisis de mercado, Oscar Cuella se dedica a las artes circenses y los juegos NFT y las criptomonedas (“Al principio la rentabilidad fue muy buena, ahora la rentabilidad ha bajado: es un mercado muy volátil”.), Nayibe es diseñadora gráfica, Nayeh se dedica a cosas relacionadas con la producción de teatro y danza (“Es duro. Es difícil. Le he comentado a varias personas que estoy full de trabajo, pero ninguna me genera ganancia”.) y así.

Minutos antes de que le toque salir a escena, Ximena siente que pequeños animalitos de ansiedad la pican por debajo de la piel. Se pregunta cuál es el sentido de ponerse en esas situaciones.

—No es que somos un grupo agroproductivo, por ejemplo, eso tendría súper sentido: autoabastecerse. Esto no, esto es gente que quiere venir a ver y gente que quiere moverse. Y eso que es como intangible, que solo sucede mientras los cuerpos están. Pero justamente el sinsentido lo hace como… eh, te disuelves. Eso, ¡ay!, me parece bellísimo. Es como que a mí me engorda la vida, algo así. Porque sino, solamente podría comer, cagar, trabajar para poder moverme o quedarme en la casa trabajando para acumular dinero y así. Pero eso a mí me parece como muy plano. Entonces, esto que para mí no tiene sentido, quizá es como un misterio… es una pregunta que quizá no tiene mucha respuesta. Porque tampoco podría decir, no sé, “es que es bello”, porque tampoco: es desagradable también. A veces yo no quiero estar, no quiero venir; esa contradicción es como misteriosa. Quizá ahí está el sentido: porque me siento viva.

Nayibe dedica 10 horas semanales al diseño, de eso vive y le gusta. Emplea 8 horas en danza butoh y el resto en otras actividades relacionadas al arte. Si dedicara más tiempo al diseño gráfico, aclara, haría más dinero: a lo mejor lograría, a sus más de 30 años, abandonar el hogar familiar. Sin embargo, necesita lo abstracto que ofrece el arte.



Quizá es algo muy occidental eso de preguntarse cuál es el propósito. Ya lo explicó Jorge Luis Borges alguna vez: “La semana pasada me han preguntado en diversos ambientes… dos personas me han hecho la misma pregunta; la pregunta es ¿para qué sirve la poesía? Y yo les he dicho: bueno, ¿para qué sirve la muerte?, ¿para qué sirve el sabor del café?, ¿para qué sirve el universo?, ¿para qué sirvo yo?, ¿para qué servimos? Qué cosa más rara que se pregunte eso, ¿no?”.

¿Para qué usamos Twitter?, ¿para qué comemos pizza y helado?, ¿de qué sirve guardar fotos?, ¿no es un desperdicio el sexo si no lleva a la reproducción? Más curioso aún, ¿para qué sirven las relaciones románticas? No obstante estas dudas, las pizzerías y heladerías cobran por sus servicios, las cámaras no son gratuitas y la industria de las relaciones románticas es de las más poderosas del mundo. ¿Por qué alguien que disfruta de un helado, algo que tiene cero valor nutricional y que es un elemento absolutamente prescindible, tendría que cuestionar el derecho de un bailarín de vivir y vivir bien a través de su oficio?

Minutos antes de que empezara la función, la sala de espera ya estaba llena. A la premier asisten, sobre todo, jóvenes afines a las artes escénicas. Muchas chicas con aire de ilusión bohemio buscan el cariño de Rosana Hernández y Elvis Chaveinte, dos de las figuras de teatro nacional. En alguna esquina se ven un par de hombres con la ropa gastada, los ojos cansados y los bolsos típicos de esa rara especie que son los periodistas y fotógrafos culturales.

En las cuatro siguientes funciones para el público en el TET, se ocuparán las 30 sillas disponibles, o casi todas.

—Aquí tienes que partirte el culo años y años para que reconozcan tu trabajo. Y no me parece, siento que en otros países cuando se dedican al mundo artístico pueden vivir de eso. Pero es porque cobran lo que vale. Y no pasa aquí. La entrada para nuestra presentación cuesta 5$, tú no sabes si comprarla o comprar el pollo. O te compras la Pepsi y disfrutas de tus cinco minutos de toxicidad o vas a ver una obra un rato para incomodarte, porque tampoco es que vas a salir alegre, y menos en el butoh —dice Nayavi.

Casi todos coinciden en que en Venezuela cada vez hay menos público para la danza. Juan Carlos, que vivió el boom de los 80, lo percibe como un iceberg que se derrite. Armando, que empezó a bailar en el 2000, opina que se ha mantenido: siempre ha sido un grupo de gente reducido. Ximena dice que los bailarines ven danza, luego hay gente interesada que sigue asistiendo, el problema está en cómo hacer que vaya el público más general.

—Creo que esta crisis está haciendo que el movimiento de la danza independiente esté renaciendo, eso me parece importante. Jóvenes directores que se lanzan a hacer proyectos porque ellos quieren bailar, porque tienen cosas que decir. O la misma gente de la danza se pone a buscar sitios dónde bailar. Yo apoyaría eso. Así fue cuando yo crecí. Lo que podemos hacer para que vaya más gente a la danza es hacer más danza. Hace 20 años había mucha —dice Armando.

Agrega Oscar Cuella:

—Lo del público es más difícil, porque la danza contemporánea no es comercial. No es algo que puedas mercantilizar como la danza urbana, modernas, que tienen un público porque obedecen a un marketing, tienen un target; en cambio acá no, esto viene de un estudio, tiene todas unas raíces y un contexto histórico al cual pertenece. Es mucho más fácil con el ballet, que ya tiene un espacio desde hace cientos de años: la danza contemporánea es más nueva.

Si antes nos preguntábamos para qué sirven ciertas cosas; ahora, quizá, la duda es para quién se hacen.

¿Tiene sentido un juguete con el que no juegan, una casa abandonada? ¿Y una sala vacía?


Es domingo 13 de marzo. El viernes anterior fue la premier. Ayer, la primera función para el público. Son las 11:30 am, los bailarines se aglutinan afuera del teatro: nadie lo ha abierto aún. Las preguntas más recurrentes son si los otros están o no cansados, si pudieron o no dormir. Se hace el mediodía, la situación sigue igual. Sentados sobre la acera, algunos sacan su almuerzo. Juan Carlos les advierte que apenas entren irán corriendo a calentar. A calentar. El chiste está fácil: ¿qué más van a calentar con ese sol al que están expuestos?

Sin dinero en el circuito, con un público cada vez más reducido, en medio de una pandemia, en un país en las situaciones que ya se conocen, me pregunto qué tan atractivo puede ser para un joven abrazar el oficio como un modo de vida. Para un joven que empieza, no para alguien que tiene más de 30 años, como es el caso de casi todos los del elenco de Cuentos de Hadas y Dragas. De casi todos menos de Julieta Bello, que este año cumplirá 22 años.

En su generación, dice, no tiene referencias de bailarines venezolanos afuera. Ni en la suya ni en las anteriores. Tiene que pensar en gente que haya pasado ya la treintena. Si para la generación de Armando era difícil pero posible entrar a una compañía importante, la de Julieta quizá ni se ha enterado de que esas cosas sucedían.

Se puede hablar de creencias arcaicas que persisten:

—Hasta hace nada, por ejemplo, se creía que era negativo para los bailarines hacer pesas. También hay un debate entre si es o no perjudicial que alguien realice distintos tipos de danza. Hoy ya se ha demostrado que las pesas ayudan al cuerpo —dice Julieta.

Se puede hablar de problemas formativos:

—La generación de ahorita de bailarines se ha visto afectada, porque no conocen nada: no han visto nada. Solo conocen lo poquito que han visto, lo que les han contado y lo que ven por YouTube, pero no porque vengan maestros a formarlos. Eso ya no existe. De repente, lo buscan por YouTube, pero ahí se muestra cualquier cosa. Tampoco se forma artistas, sino repetidores de pasos: gente que haga los mismos pasos una y otra vez, cambiando el vestuario. Falta educación, falta formar artistas, gente que tenga un desarrollo creativo, imaginativo, filosófico. Todo eso influye en escena y por su puesto a nivel de público —opina Juan Carlos.

—Otro gran error, a mi juicio, fue unificar todas las escuelas de danza en una sola (Unearte), y más aún el formato de estudio por semestre. Yo no puedo parar a un bailarín que está en primer año dos meses entre semestre y semestre. Así, el proceso será diez veces más lento para él, no habrá desarrollo muscular, el desarrollo vocal no va a estar. ¿El resultado? Salen graduados sin buena formación y eso hace que todo se vaya perdiendo: profundidad, estudio —dijo Armando, a El Universal, en febrero 2021.

Cuando les pregunto a los miembros del elenco a cuántas funciones de danza van por año, la mayoría responde que a todas las que pueden. Todas, en este contexto, significa diez como mucho. Cinco, en promedio. Es que casi no hay opciones. Pienso en un tuit del escritor y crítico cultural Jorge Carrión: “Para escribir buenas novelas hay que leer novelas. Para hacer buenos pódcasts, hay que escuchar pódcasts. Para imaginar buenos cómics, hay que leer cómics. Para crear buenos contenidos para redes, hay que seguir a los mejores creadores digitales. La clave sigue siendo la lectura”. ¿Cómo desarrollarse como bailarín sin consumir altas dosis de danza? ¿Cómo crear propuestas novedosas si no se conoce el trabajo previo que se hizo en el país?, ¿cómo saber ubicarse en el presente si, por motivos obvios, casi nadie puede ir largas temporadas al extranjero a ver qué se está haciendo? ¿Cómo pensar el futuro en un movimiento que pareciera anclado al pasado?

—El año pasado, vi el Teatro de la Opera de París —cuenta Oscar—, a través de Internet vi el espectáculo de tres coreógrafos. Me hicieron el favor de regalarme la entrada, que eran 6 euros. Había 48 mil personas viéndola en vivo: todo fue muy pulcro, muy cuidado, fueron tres coreografías. Las butacas tenían unos maniquís de luces. Fueron unas piezas geniales, que te conectaban con lo que estaba pasando en el mundo. Yo experimenté algo de desolación al final, por todo lo que estábamos pasando. También fue como guao, allá pueden organizarse y hacer ese tipo de cosas. Yo creo que aquí podrían hacerse cosas similares, pero yo, desde mi lugar, no sé cómo. Sé que eso lleva mucho trabajo. Si hubiese más personas que pudieran ver eso y decir oye, por qué no hacemos algo así aquí, creo que se pudiera generar un impacto y realizar algo similar.

Horas antes de la premier, la conversación en redes sociales estuvo monopolizada por la nueva Bizarrap Session, que tuvo de protagonista a Residente haciendo una demostración de sus habilidades y recuperando la antigua tradición de la tiradera: agredió verbalmente a J. Balvin, quizá uno de los cinco cantantes en español más famosos. Más allá de la polémica, para mí lo relevante fue la forma en la que un chico sin probabilidades de lograr relevancia cultural terminó dominando el diálogo en Internet. Me refiero a Bizarrap.

Bizarrap tiene 23 años y creció en un mundo donde nadie hacía lo que él hace. Vivir del hip hop era imposible, no había referentes adultos en Argentina que lo hicieran. En ese mundo fueron permeando las nuevas tecnologías. Cada integrante de la movida del hip hop argentino fue haciendo lo suyo y, de alguna manera, este movimiento empezó a ocupar un lugar importante en los márgenes de la cultura.

Bizarrap es un chico al que un psicólogo le hizo ver que sin importar a lo que se dedicase siempre podía hacer espacio para sus pasiones. El pana empezó a estudiar marketing, mientras hacía cosas en Internet en torno a la movida del hip hop que iba creciendo. Conectó con raperos que estaban construyendo una industria que, como ya se dijo, no existía. Muchas cosas sucedieron en el medio y, entre 2017 y 2022, Bizarrap se convirtió en el artista argentino más escuchado del mundo.

Su talento es inmenso, sus habilidades en marketing son notables y la forma en la que aprendió a usar las nuevas tecnologías es una genialidad. No hubo empresas que lo apoyaran, no había una industria en la que insertarse, no había referentes, no había nada; y él, junto con otros tantos, ha ido construyendo un edificio que hoy mueve millones de dólares y que puso al hip hop en el centro de la conversación.

El presente ya es de jóvenes como él. Nuevas formas de inteligencia que, como señala Alessandro Baricco en su The game, necesitan enriquecerse de los maestros que los antecedieron. Gustavo Santaolalla, por ejemplo, dijo en una entrevista haber mantenido contacto con chicos como Bizarrap y Wos.

¿A quién se le habrá ocurrido que los programas de cocina podían ocupar un espacio en la cultura de masas?, ¿quién se imaginó canales de televisión 100% dedicados al golf, la pesca o al póker? ¿Ver a otros jugar videojuegos o hacer bromas adolescentes? La danza no es más ni menos interesante para los grandes públicos que cualquier otro producto; la cuestión está en cuáles son los mecanismos que se están utilizando para hacerla más aerodinámica en el ecosistema digital y permitir que más personas conecten con las diferentes propuestas.

Alessandro Baricco se lamenta de que, quizá, se está desperdiciando demasiado potencial a través de los maestros artísticos que se resisten a las nuevas tecnologías, evitando que su conocimiento llegue a las nuevas inteligencias producto de la era digital. En Venezuela, quizá el retraso es mayor: ¿cuántas personas de las nuevas generaciones de la danza se están ocupando de usar la tecnología para generar el ecosistema que les permita vivir de (o en torno a) su pasión?


Música suave, luces bajas. Un cuerpo, cuyos ojos brotan desde la boca hacia los lados del rostro, se mueve. ¿En qué se diferencia este cuerpo de los que saldrán luego? Quizá, del rostro. Es uno de los pocos capaces de transmitirme paz. La mayor parte de los demás honrarán eso de que el butoh está lleno de muecas grotescas de dolor.


La premier me gusta. Una semana más tarde, voy a otra función y termino aún más complacido. De hecho, la primera parte la veo desde la sala de controles. Allí hay alguna bailarina o maestra o entendida del asunto que los ve por primera vez. Me llama la atención pequeños momentos de risa, esos gestos cómplices que hace alguien que entiende lo que está observando en un nivel de detalle superior al del resto.

¿Cómo describir la presentación? “Intensa”, pueda ser una buena palabra. No quiero sugestionar al lector. Cada persona con la que hablo me da una impresión distinta. Quizá lo más destacado que pueda decir es que es difícil que el público quede indiferente.

Cuentos de Hadas y Dragas es improvisación. No hay dos funciones exactamente iguales. Los bailarines se preparan tras el escenario como chamanes que realizan un ritual a la espera de que su mana llegue al punto álgido. Se concentran, se conectan, salen y se mueven. A veces, quedan satisfechos, otras no tanto. La rutina, quizá, consiste en quebrar los muros que contienen a las rutinas.


La transición entre las hadas (las mujeres) y las dragas (los hombres) es divertida. Música disco. El público despierta luego de una suerte de hipnosis. Se ríe, celebra. Hasta que se retoma la esencia del butoh y, pronto, se alcanzan nuevas cuotas de dolor (¿dolor?). Pienso en la novela Hiroshima. Pienso en las decenas de cuerpos ensangrentados que vi en Cúcuta, cuando trataban de pasar un camión de ayuda humanitaria hacia Venezuela. Pienso en el chamo que fue asesinado por una bomba lacrimógena a los pies de mi pana. Butoh. Veo a mi abuelo, con poco rendimiento neuronal, ahogándose en su propia flema. Pienso en la violencia con la que me muevo cuando me queman las cicatrices. ¿Veo a dos amantes sobre el escenario? ¿Ese es el movimiento de alguien inyectándose? Flashback: los panas que me contaron de sus 31 días en la cárcel sin luz, agua ni comida: cuerpos deambulando, la droga para engañar el hambre, retorcijones, memoria borrosa, el slowmotion del sufrimiento. Butoh.


El escenario es también un espejo. Esta función no se trata de personajes, no hay narrativa, no hay demasiado contexto. La pregunta es ¿qué te hace sentir? Y, la verdad sea dicha, en algún punto me relajo. Me gusta que al final de las presentaciones, cuando salen a recibir aplausos, los bailarines no rompen su papel: siguen moviéndose tal y como lo hicieron minutos antes. ¿Rompe el espectador con las consecuencias de ver algo así?

Un bailarín en el escenario se pone a cuatro patas, se apoya sobre los antebrazos, su cuerpo pareciera ascender como una araña tejiendo la paciencia. Lo que realmente ascienden son sus piernas. La mueca de dolor permanece. Está invertido: parado de manos. Así se queda, como una lanza que hiere el inconsciente. Un cuerpo hecho bandera: la conquista del espectador.




Fotos de Óscar Gabriel Uzcategui
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