Feroces: cuando la casa se lleva a cuestas
Feroces también es eso: un libro que muerde a la ciudad que no duerme. Un libro que sostiene nuestros anhelos, nuestra necesidad de hacer casa.
Por Ana Cristina Frías
Instagram: @Anartefrias
El texto de Arianna de Sousa-García con el que se abre el universo de Feroces, comienza con una pregunta que me ha obsesionado por años, y que fue el motor de mi búsqueda durante la época más dura de mi errancia migratoria: ¿Cuántas veces puede morir una casa? ¿Está la casa muerta? A eso sumo la de mi colección más íntima: ¿En dónde está realmente la casa?
Durante un tiempo, anoté en un cuaderno todas las direcciones en donde había vivido desde que me fui del apartamento de mis padres en Caracas. Me angustiaba la cantidad de sitios nuevos, todos temporales: la distancia geográfica entre uno y otro, las cosas que dejé en cada lugar, y la larga lista de libros que no recuperé. ¿Tiene sentido —todavía— extrañar esos espacios? ¿Sigo siendo de ellos aunque ya no los habite? Entonces, ¿es la casa un espacio, una ciudad, una dirección postal, el abrazo de alguien? “La casa reside en ti y no se puede escapar de esa realidad. Eres de donde estás ahora”, me dijo un amigo en Buenos Aires antes de partir. Sin saberlo, han pasado tres años desde que no piso la ciudad de la furia.
En Buenos Aires, consideré la idea del cuerpo como un punto de partida para medir la distancia con lo otro; lo que podía registrar y acompañar fue un salvavidas que me sostuvo entre tanta nostalgia. La casa ya no podía estar en Caracas porque, afectivamente, ese lugar había entrado en pausa. Se hace lento y doloroso el ejercicio de extrañar cuando intentas hacer vida en otro lado. La casa tampoco podía ser Buenos Aires porque había renunciado, voluntariamente, a hacerme ciudadana del sur: un desencuentro que aún no me explico.
Antes de irme a Puerto Rico en 2021, volví a mudar la pregunta y la dejé descansar en los afectos: en las personas que me han sostenido durante estos años; hasta que uno de ellos murió de forma trágica y sentí cómo todo se tambaleaba otra vez. Entonces, ¿cuántas veces puede morir una casa? Sentada en el balcón de mi apartamento prestado en Hato Rey, recogí lo que quedaba de esa esa estructura afectiva en ruinas y la moví a los libros, al ritual de sentarme a leer, con los pies descalzos sobre las lozas o enterrados en la arena y logré sentirme segura, contenida… al menos por ese rato. Las palabras se convirtieron en refugio cuando todo afuera se hacía incierto. Me auto-proclamé ciudadana de cuentos y poemas que me ayudaron a transitar la incertidumbre.
De vuelta al texto, Ariana también verbaliza una sensación aterradora: cómo sacarnos de encima la necesidad de narrar la ciudad que ya no habitamos. “No sé cómo probar que en mayo las maripositas amarillas se posan sobre los araguaneyes y de pronto vuelan todas juntas y pareciera que el árbol sencillamente decidió volar”. Releo la imagen y vuelvo al espacio liminal, entre el recuerdo y la imaginacion, que evoca la Biblioteca Nacional; sé el tono exacto de amarillo del que habla y veo volar mariposas aunque, frente a mí, en Pembroke Pines, solo tenga una pared blanca.
La identidad atada al paisaje se me hace insuficiente. La hemos tenido que dejar atrás para sobrevivir, saltando de un país a otro: buscando darle sentido a nuestra existencia, brindándole calma a la memoria, frenando el vacío aplastante que causa el tiempo sin volver a Caracas, haciendo recuerdos en calles nuevas, resignificando espacios. Tenemos que ser más que paisaje; tenemos que serlo, porque sino, corremos el riesgo de ser habitados por la nostalgia y entonces, ¿cómo se avanza con tanta historia encima?.
Durante las charlas que inició Sello Cultural para conocer a las autoras de la antología entre enero y marzo de 2024, se abrió la opción de pensar en el lenguaje como la casa. Algo se alivió cuando caminamos por Nueva York —Sofía, Natasha, Luza y yo— y nos encontramos en el recuerdo compartido de una calle de Caracas; en las anécdotas que coleccionamos del Festival Nuevas Bandas; de los batidos de lechosa en el pasillo de Ingeniería, de los libreros de la UCV, pero sobre todo de las palabras que elegimos para nombrar nuestro mundo, nuestros recuerdos. Vivimos, cada una en una ciudad distinta del mundo: Sofía por aquellos días, vivía en el barrio de Astoria, Luza aún sigue en Tokio. Natasha en El Paso y yo en la frontera entre Pembroke Pines y Hollywood, o lo que mi papá entiende por Miami, Florida. A la vez, cada una en su época vivió una Caracas tan distinta, tan distante, como la que ahora nos separa de las autoras que hacen vida allá y que aún no conozco en persona. Aún así, cuando nos preparábamos para presentar FEROCES en una librería independiente de Brooklyn, algo del ejercicio de usar el mismo vocabulario, reposando ideas en el mismo imaginario, nos hizo sentir que la casa volvía a tomar forma. Paseamos nuestros recuerdos por el barrio de Astoria, a las dos de la mañana, muertas de cansancio, pero eufóricas por estar allí, juntas por fin.
Dicen que Nueva York ya no es la de antes, que la pandemia la cambió para siempre. Los que no la vivimos antes de 2020, tratamos de hilar pedazos de la leyenda de esta ciudad-villa que anda a una velocidad abrumadora. Una urbe déspota e indiferente, en donde lo extraordinario no es más que la rutina circense de sus habitantes, para sobrevivir sin ser devorados por su capitalismo atroz. Tengo amigas boricuas que hablan de Nueva York como un misterio, algo que mi mente sudamericana jamás entendería. Que sí, que yo viví en Londres pero que no es lo mismo. Que yo viví en Buenos Aires pero la furia no se compara. Que en Nueva York todo es posible, excepto eso de entenderla. A Sofía, la narrativa de la ciudad mítica le parece trillada y aburrida. Por eso caminamos por Astoria con desparpajo, buscando las empanadas de Solangel, el verdadero misterio frito que nos interesaba. ¿Será cierto que hace las empanadas con queso y tajadas con este frío? ¿que son del tamaño de la cara tierna y curiosa de Sofía?
Las ciudades se van resignificando. Las vamos mordiendo por pedacitos, cuidándonos de no devorarlas de un solo bocado, sin que se desparramen (o nosotras en ellas). Les vamos otorgando otras capas de historia, de anécdotas, de esquinas relevantes con gente que alimenta nuestro imaginario. Feroces también es eso: un libro que muerde a la ciudad que no duerme. Un libro que sostiene nuestros anhelos, nuestra necesidad de anclarnos a algo, nuestra manera furiosa de extrañar Caracas ante el miedo de dejar de pertenecer. De recuperar un poco de lo que perdimos, de no repetirnos, de permitirnos soñar más allá de nuestra limitaciones migrantes. De sentir que no han pasado siete, ocho o diez años sin volver a eso que alguna vez, también, llamamos casa.
Es por eso, quizás, que en el esfuerzo colectivo de quienes hacen posible Feroces, se han sumado voces que llevan rato transitando estos procesos. En Nueva York la librería Mil Mundos nos cobijó bajo su techo: Becca nos coló café puertorriqueño y puso a nuestra disposición un espacio donde reposan los libros de Rita Indiana, Junto Díaz, García Márquez, Mariana Enriquez y tantos otros autores que nos han inspirado. Nuestro rojo feroz estuvo al lado de ellos, para sumar historias a ese imaginario de la migración que también nos atraviesa. Keila Vall de la Ville empezó leyendo las primeras palabras de su nueva novela sin querer. En la misma hoja, pero del otro lado había escrito un texto amoroso y brillante sobre Feroces. En ese gesto amable con el planeta, encontré un presagio del camino literario que me queda por andar.
Keila lleva un registro minucioso del tránsito del migrante, logra nombrar eso otro que ya no soy, que no puedo ser y la terrible sensación de estancamiento, aun cuando pareciera que estoy en movimiento. Su voz logró agrupar en preguntas muchas de las reflexiones que - como mujeres y escritoras - hemos tenido y nos permitió decir en voz alta la manera en la que nuestra creatividad nos ha ayudado a sobrevivir a tanta adaptación. Al final, haciendo uso de esos ritos en donde la identidad se esconde, bautizamos el libro con ron y acompañamos el brindis con tequeños. Porque, por mucho mundo que llevamos andado, no podemos escapar de lo que somos.