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No más ensaladas de atún sin zanahorias, asados negros o adivinanzas sobre cómo cruzar un río

 
Y entonces pasó. La nube negra, que había estado creciendo por más que yo intentara ignorarla, se volvió demasiado para mí.

Por Valentina Larrazabal


Imagen de Sabine van Erp en Pixabay


La alarma de mi teléfono sonó a las 5:00 a.m., era la segunda (la primera, que sonó 30 minutos antes, la ignoré) y sabía que no podía sonar una tercera. Cuando Caracas estaba de buen humor y me dejaba agarrar camionetas rápido, tardaba una hora desde mi casa en Sabana Grande hasta la universidad, en Boleíta Norte; cuando la ciudad amanecía molesta, perdía la primera clase o simplemente decidía que no valía la pena el viaje y era mejor ir directo a mi trabajo en el CCCT.

Esa mañana respiré hondo y me obligué a mí misma a salir de la cama sabiendo que, de lo contario, no lograría salir de casa diez minutos antes de las seis, como debía hacer por más miedo que me diera caminar sola la cuadra que separa mi edificio de la calle donde pasan las camionetas hacia Petare. Menos de un año atrás, saliendo más a o menos la misma hora a trabajar en un proyecto, me robaron a punta de pistola por primera vez. El recuerdo del robo se viene a mi cabeza cada vez que salgo de mi casa temprano y esa mañana no fue la excepción. Ahora recuerdo que durante los días previos a aquella mañana ese tipo de pensamientos —negativos, tristes, pesados — me daban vueltas con muchísima más frecuencia que antes. La mejor manera de describir cómo me sentía es imaginar una pequeña nube negra sobre mí que afectaba mi humor durante el día. No sabía de dónde venía, pero tenía la esperanza de que desapareciese sola si la ignoraba el tiempo suficiente.

Por supuesto, no lo hizo. De hecho, cuando escuché el teléfono de la casa sonar y vi la hora (5:45 a.m. —demasiado temprano para ser buenas noticias —) entendí que iba a estar conmigo un rato largo. Supe que mi abuelo había muerto incluso antes de que mi mamá se girara a verme tras trancar la llamada. No recuerdo mucho más de ese día, solo que le escribí a mis amigas para avisar que no iría a clases y que más tarde mi papá llamó y yo, entre lágrimas, le dije lo que había pasado.

Los días siguientes se mezclan en mi memoria, borrosos y sin mucho sentido. Cuando finalmente pude coger un poco de foco, descubrí que todo me estaba pasando factura. Jaquecas, dolores de estómago, apatía, falta de apetito, ganas de llorar todo el tiempo y un miedo que me congelaba en mi cama y no me dejaba salir de casa. Falté casi un mes completo a la universidad. Mis papás no entendían qué pasaba, yo entendía aún menos.

Y entonces pasó. La nube negra, que había estado creciendo por más que yo intentara ignorarla, se volvió demasiado para mí en medio de una clase de antropología.

Estaba sentada en la segunda fila para poder ver bien la pizarra, como siempre. Pero yo no me sentía como siempre. La voz del profesor la escuchaba lejana, las manos me empezaron a sudar, no podía concentrarme y cada vez me era más difícil respirar. Asustada, me giré hacia mi amiga y le pregunté si estaba pálida. Mi cerebro había saltado a la conclusión de que, como sufro de hiperinsulinismo y no había estado comiendo bien, probablemente tenía un bajón de azúcar, lo que usualmente termina en un desmayo. Mi amiga me vio por un momento antes de decirme que sí, que estaba un poco pálida, y preguntarme si me sentía bien. Le dije que no, que necesitaba salir del salón.

Una vez fuera, saqué mi teléfono del bolsillo para llamar a mi mamá. Menté la madre en voz alta, se me había olvidado recargar saldo el día anterior. La sensación de ahogo no se iba, así que camine hacia uno de los comedores de la universidad. Una de las dueñas del comedor me prestó su teléfono y me dio un vaso de Nestea para ayudarme.          

Mi mamá llegó lo más rápido que pudo desde su trabajo en San Bernardino junto a mi hermano, seguida poco después de mi papá, quien salió corriendo apenas pudo desde Televen cuando mi mamá lo llamó. Lo siguiente lo recuerdo como si le hubiese pasado a otra persona y yo lo viera desde arriba: Más Nestea, la misma sensación de ahogo, sacar mi bolso del salón, montarme en el taxi con mi mamá, pedirle que no me dejara sola en casa y decidir qué pasaría el día con ella en su trabajo. Una vez en su oficina empecé a llorar sin poder contenerme. Mi mamá y mi hermano me miraban asustados. Mi psicóloga, cuyo consultorio estaba a unas cuadras, accedió a hacerme una consulta de emergencia.

La semana siguiente fue la evaluación psiquiátrica, por instrucciones de mi psicóloga. El resultado: Ataques de pánico y ansiedad, más un posible cuadro depresivo. Junto al resultado vinieron sesiones de terapia constantes (una semana la psicóloga, la otra la psiquiatra y así) y pastillas: Clonazepam dos veces al día con posibilidad de más si tenía un ataque de pánico durante el transcurso del día (La pastillita de emergencia le decía mi psiquiatra que nunca te falte en el bolso), inductores de sueño y unas pastillas naturistas que afirmaban que te mejoraban el humor, porque mi mamá se negó a que tomara antidepresivos. Nunca le pregunté por qué, quizás fue por miedo a lo que pasara o quizás porque no cree en ellos, pero la realidad era que necesitaba de su apoyo económico porque mi salario no me daba para cubrir las consultas y los medicamentos, así que no los compramos. Unos meses después comencé otro trabajo que me permitía costearlos, pero para entonces era yo la que ya no los quería porque sentía que el tratamiento que tenía me estaba ayudando.

Nadie me advirtió sobre lo que vendría después. Sobre cómo tu vida cambia cuando eres consciente de que tienes ataques de ansiedad, cuando te enfrentas con esa tristeza que yo no podía llamar depresión. Nadie me advirtió tampoco que mi psicóloga, al final de una sesión, me comentaría que dejaría de pasar consultas en Caracas y que te tenía que buscar a otra persona para que siguiera mis sesiones. Me tomó muchas sesiones llenas de lágrimas con la nueva psicóloga entender qué pasaba: Ya no habría ensaladas de atún sin zanahorias, asados negros o adivinanzas sobre cómo cruzar un río.

Mi abuelo había muerto después de dos meses corriendo entre su casa y el Hospital de Clínicas Caracas porque el cáncer contra el que había luchado desde que yo era pequeña se había extendido por su cuerpo. Todo fue muy rápido. Hacia finales de 2017 el IVSS dejó de darnos la quimio que necesitaba, luego no podíamos encontrarla en ningún lado y entonces ¡el milagro! Una farmacia en Colombia la tenía y logramos traerla. El milagro cayó en diciembre, cuando las clínicas trabajaban a media maquina y mi abuelo estaba demasiado descompensado para soportar el tratamiento, así que esperamos un poco. Para finales de febrero mi abuelo ya tenía dos meses en tratamiento, pero no se sentía bien. No quiso ir a mi cumpleaños, el 21 de febrero. Una semana después, la primera carrera a la sala de emergencias. El 17 de abril, llamaron a mi casa a las 5:45 de la mañana.

El año anterior había muerto otra tía, también por cáncer y también en menos de seis meses.

Dos años antes de eso, durante mi primer año de universidad, murió mi nonna. En el momento no lo supe, solo me dijeron que estaba enferma, pero también fue por cáncer. Su muerte fue la que más me afectó, fue cuando la nube comenzó a estar sobre mí. Mi nonna, la persona que me enseñó el amor por la lectura y el dominó, la que cada vez que la visitaba me hacía ensalada de atún para comer (siempre sin zanahorias, porque sabía que no me gustaban) se había ido y había dejado en mí un vació terrible.

Son traumas me dijo la nueva psicóloga “Sufriste demasiadas pérdidas juntas, no pudiste procesar bien los duelos, se mezclaron”. No había manera de que lo supiéramos en ese momento, pero estaba a poco menos de un año de perder a mi bisabuelo también. Al día de hoy todavía no quiero saber con exactitud qué puso fin a su vida, me conformo con saber que se fue rodeado de gente que lo quería, que se fue tranquilo.

Pero en mí ya nada estaba tranquilo, porque ya no habría la “ruta de los abuelos”, como le decía mi papá a la salida que hacíamos todos los domingos visitando a la familia. Ya no habría ensalada de atún sin zanahorias con mi nonna mientras hablábamos de volver a visitar Roma juntas. Ya no habría asado negro hecho por mi abuelo para compartir un sábado. Ya no me sentaría en la sala de la casa de mi papá con mi bisabuelo, fingiendo que no sabía la respuesta a su adivinanza de cómo cruzar un río teniendo un tigre, una cabra y heno en mi balsa, en la que solo podría montar de a uno a la vez.

Ya no hay nada de eso, ahora solo quedan recuerdos. Recuerdos, ansiedad y un clonazepam en la cartera.


[Texto generado en el “Club de escritura” de Círculo Amarillo, facilitado por Lizandro Samuel]

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