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Ysa en LA I  
Aquí lo que vende son tus piernas


—Te quedas –anunció el manager–, pero tú eres muy bonita para atender mesas. Te voy a poner de host, me sirves más para atraerme clientes. Mañana, te vas a venir vestida como la mujer más bonita del mundo: te vas a maquillar y vas a venir en tacones y falda.

Por Lizandro Samuel


—¿Qué haces? –le preguntó su jefe.

    —Trabajo –respondió Ysabel, dejando una bandeja sobre la barra.

    —Pero, ¿por qué viniste en pantalón?

    —Porque –respondió alargando las sílabas– no tenía más faldas limpias. Y soy mesonera y estoy atendiendo mesas. Y a veces me agacho y estoy en falda…

    —No, es que tú no has entendido el punto: aquí lo que vende son tus piernas. Así que me haces el favor y te vas a comprar un vestido porque pareces una lesbiana camionera.

    Ysabel salió del restaurante llena de lágrimas. Entró a una tienda, compró un vestido. Se cambió en el baño del restaurant en el que trabajaba.

    —¿Ves? Ahora sí pareces una persona elegante –le dijo su jefe.



Ysabel llegó a Los Ángeles en 2016, con 800$ y una promesa. Su papá, en Venezuela, tenía un cliente al que nunca le cobró sus servicios como abogado. Le resolvió asuntos relacionados con expropiaciones, defendió sus empresas. El acuerdo era que el día que cualquiera de sus hijos decidiera migrar a Estados Unidos él los ayudaría con el papeleo y les daría un apoyo económico. En efecto, la carta del cliente pesó en la embajada. Pero una vez que Ysabel llegó a la ciudad de la que se había enamorado, no volvió a tener contacto con quien había prometido protegerla. Le envió correos, lo llamó. Nada.

    Al menos la dueña de la casa en la que se quedaría era conocida. Una maracucha –casada con un norteamericano– que le había dado alojamiento tres años atrás, cuando pasó tres meses en LA estudiando inglés. En ese entonces, el matrimonio terminó encantado con Ysabel. Tanto que cuando sus papás fueron a visitarla, tras su primer mes en la ciudad, la mujer les pidió que se quedaran en su casa. Ahora, en 2016, el acuerdo era otro: Ysabel le pagaría 650$ mensuales por una habitación. El problema era que su benefactor había desaparecido.

    —Mi amor, no te preocupes, yo te conozco a ti y a tus papás. No te apures. Eso sí, debes saber que si el señor no aparece tú igual vas a tener que hacerte cargo de la deuda. Sea en unos meses o en unos años: vas a tener que pagarme. ¿Estamos?

    El otro problema era la escuela de inglés. La visa de Ysa era de estudiante. Si no estudiaba, corría el riesgo de que la deportaran. ¿Cómo iba a hacerse cargo de la matrícula? Tras la advertencia que le hicieron en el instituto, le quedó claro lo que ya era obvio: debía conseguir trabajo. Ahora, sin permiso para eso, le tocaba encontrar un sitio que le pagara en efectivo y que se solidarizara con su estatus.

    Dio con un restaurante cuyo manager provenía de uno de esos países en los que las mujeres tienen tantos derechos como un florero. Ella –que en Venezuela solo había trabajado en radio, televisión, publicidad y un diario digital– mintió respecto a su experiencia, lo que no le impidió superar los dos días de prueba.

    —Te quedas –anunció el manager–, pero tú eres muy bonita para atender mesas. Te voy a poner de host, me sirves más para atraerme clientes. Mañana te vas a venir vestida como la mujer más bonita del mundo: te vas a maquillar y vas a venir en tacones y falda.

    Empezó con un turno de nueve horas diarias. Al mes, el hombre le explicó que se le hacía injusto que ella estuviese esforzándose tanto y, a diferencia de las mesoneras, no ganase propinas: la puso a atender mesas.

    —Te cuento –comentó Ysabel–, necesito una escuela de inglés barata y que me quede cerca. ¿Conoces alguna?

    El manager le recomendó una en Beverly Hill que costaba 400$ mensuales y abría en la noche. Le ofreció que trabajara durante todo el turno de la mañana y se fuera a las cinco de la tarde a clases. A Ysa le pareció bien.

    Los Ángeles es una ciudad llena de inmigrantes, muchos con una situación irregular. No es difícil conseguir papeles falsos. Las consecuencias, si te pillan, son la expulsión inmediata del país. El sueño de Ysabel era ser productora de televisión. Por el momento no podía ni siquiera postularse a empleos de ese tipo, su visa solo le permitía estudiar. Su empleo ilegal en el restaurante la mantendría mientras tramitaba el permiso de trabajo. Cuando comenzó a tener ingresos, y a pagar el alquiler, ya tenía una deuda acumulada con su casera de 2.600 dólares.

    —Chévere. A partir de ahora estás pagando mes a mes. En lo que puedas, me cancelas lo que me debes. Eso sí, lo pagas completo, no por partes.

    En el restaurante trabajaban inmigrantes de Egipto, Rusia, Brasil, Francia… todos recibían, día tras día, una buena dosis de gritos por parte del manager. Ysa descubrió dónde se había metido la primera vez que se acercó al mostrador con la propina en efectivo que le habían dado y su jefe, viéndola a los ojos, le arrancó los billetes: le ordenó que le fuera a comprar comida.

    El día en que fue a trabajar en pantalón y la obligó a comprarse un vestido, llegó a casa sintiéndose como una bola de papel lanzada al cesto de basura. Más tarde, salió con un chamo que había conocido por Tinder. Jonathan —estadounidense de nacimiento— estaba estudiando para ser abogado.

    —¡Eso es indignante!, ¡renuncia! –la aupó.

    —Ajá, ¿y de qué vivo? Tengo una deuda de 2.600 dólares, debo pagar alquiler, el instituto y, de paso, tengo la mala costumbre de comer.

    —¡Denúncialos! Aquí las leyes te protegen.

    —¿Y si lo denuncio y se dan cuenta de que estoy trabajando sin tener visa para eso?

    Los Ángeles seguía siendo el sitio en el que podía toparse con Paul Gasol en un café y fantasear con que volvería a ejercer su oficio, pero a lo grande. Hollywood era un sueño que no le parecía imposible. Llamó a su hermana mayor, que vivía en Venezuela, y le dijo que se viniera, que en esa ciudad era posible surgir pero que era más fácil intentarlo en pareja. Su hermana llegó al siguiente mes. Tenía que pagar 650$ mensuales para compartir la habitación con Ysabel, así que comenzó a trabajar en el mismo restaurante.

    A las semanas, el manager contrató a Ysa para un evento grande. Habían alquilado todo el local. Ella trabajó sola como mesonera, mientras el jefe fumaba y comía. Después de ocho horas atendiendo una decena de mesas, el hombre le explicó cómo pensaba distribuir la propina:

    —Mira, yo te iba a dar la mitad; sin embargo, como el evento lo cuadré yo, te voy a dar solo el 30%.

    Ysabel apretó los puños.

    —Okey. ¿Me ayudas a limpiar?

    El hombre abrió mucho los ojos.

    —¡Noooooo! Tú eres la mesonera, ese es tu trabajo.

    Al día siguiente, el jefe comenzó a despotricar al aire: que el restaurante estaba muy sucio, que estaba desordenado. Ysa oía sin decir nada. El jefe tomó una bolsa:

    —¡De paso dejan sus mierdas tiradas por todas partes!

    Ysa alzó la cara:

    —Eso no es mío.

    —¡Claro que es tuyo, sino es de alguna de las muchachas!

    Las pocas que estaban negaron que fueran las dueñas. Él insistió:

    —¡Entonces es tuyo, Ysa! ¡Tú fuiste la que se quedó aquí hasta tarde!

    —Eso no es mío.

    —¡Claro que sí! ¡Me limpias eso y me botas esa mierda ya!

    Ysa lo vio a los ojos.

    —¿Seguro que quieres que lo bote?

    —¡Que me botes esa mierda ya!

    Ella caminó hasta donde estaba la bolsa. La levantó.

    —Okey.

    Se dirigió a la papelera. Abrió la bolsa. Sacó una camisa.

    —Mira cómo te hago caso. Lo estoy botando. Tal como me dijiste.

    Tiró una, dos, tres camisas. La piel del manager se puso del color de un tomate.

    —¡Tú eres imbécil! ¿¡Cómo coño me vas a botar mi ropa!?

    Ella terminó de dejar caer todo al cesto.

    —Te dije que no era mío, me ordenaste que lo botara. Así hice.

    Los gritos del hombre agrietaban las paredes. Ysa hizo un gesto con la mano: anunció que iba a subir al segundo piso a barrer. Con los ojos a punto de estallar en lágrimas, puso música.

    —¡Apaga esa mierda! ¿¡Qué va a decir la gente de ese ruido!? –aulló el jefe, subiendo las escaleras.

    —La gente no va a decir nada, porque el restaurante está cerrado. Afuera no se escucha nada.

    —¡Que apagues esa mierda!

    Ella caminó hacia el equipo de sonido. Lo apagó. Buscó su teléfono. Sacó los audífonos, se los calzó.

    —¡Estas no son horas de usar el teléfono!

    Ysa se preguntó cuántas veces le habían dado un trato similar en sus anteriores trabajos. Pensó en su sueño y en los motivos por los que estaba en Los Ángeles. ¿Por qué todo tenía que ser tan difícil?

    —Estoy escuchando música en mi teléfono –Respiró hondo–, mientras barro. No veo cuál es el problema.

    El manager bajó dejando una estela de insultos tras de sí.

    —Hey, ¿estás bien? –preguntó Liliam.

    Ella volteó. Liliam era un veinteañero francés que trabajaba en la cocina. Vestía un delantal y tenía una malla en la cabeza. En su mano derecha sostenía un cuchillo de casi 30 centímetros de largo.

    —Sí –respondió ella.

    —¿Estás segura?

    En ese momento, recordó que Liliam practicaba artes marciales mixtas.

    —Ysa, si tú me dices una palabra, yo salgo y mato a ese maldito de inmediato.

    Se imaginó la película: Liliam moliendo a puñetazos al jefe, clavándole el cuchillo, dejando salpicaduras de sudor y sangre. La policía interrogando, pidiendo papeles. Ella siendo deportada.

    —No, Liliam. Tranquilo. Estoy bien.

               

Dos meses después, la hermana de Ysa y dos muchachos estuvieron toda la noche pintando el restaurante. La paga extra que les habían prometido no llegó. Para colmo, la vida de las hermanas con su casera era como una merengada de lechosa que ya llevaba demasiado tiempo al aire. Sacaron cuentas: estaban pagando 1300$ por compartir un cuarto. Con un poquito más de dinero podrían alquilar algo para ellas solas.

    —Buenos días, voy a marcar mi llegada –le dijo Ysa al manager.

    —No, no puedes firmar: tu turno empieza dentro de 20 minutos. Atiende esa mesa primero –el hombre señaló a unos comensales recién llegados.

    El manager nunca le dejaba marcar su entrada. La ponía a trabajar antes, solo al rato le permitía hacer oficial el inicio de su jornada. Así evitaba tener que pagarle horas extra.

    —Si mi turno empieza dentro de 20 minutos –respondió Ysa– yo no voy a atender esa mesa, porque sino estoy trabajando gratis.

    El manager alzó la mirada.

    —Es que a ti no te da el sentido el común, eres una bruta.

    Ysa pensó en su hermana, a quien habían dejado pintando toda la noche sin pagarle.

    —Soy una bruta. Pero o me dejas marcar la llegada o no voy a atender la mesa.

—¿No te das cuenta de que es una mesa de diez y que te van a dejar propina? A ti no te conviene marcar la llegada, lo que te conviene es la propina que te dejen.

—Si me la dan en efectivo, te la vas a agarrar tú. Así que al final voy a atender una mesa gratis.

    —Haz lo que te dé la gana –la miró con desprecio.

    —Okey. Me voy afuera y regreso en 20 minutos.

    —¡No! ¡Te quedas aquí!

    —Okey, me quedo aquí, pero no voy a atender a la mesa. Si tú me dejas marcar mi llegada, atiendo a la mesa.

    —No, ¿sabes qué? Ahora no vas a trabajar.

    —Yo voy a trabajar, pero a la hora que me corresponde.

    —No, te voy a castigar. Ahora te voy a quitar días de la semana.

    —Dale, está bien. ¿Qué vas a hacer?, ¿vas a atender tú solo el restaurante? Ya no tienes a más nadie.

    El manager la vio a los ojos.—Ah, ¿esa es la actitud que vas a agarrar?

    —No, esa es la actitud que tú tienes. Amapola se fue por tu culpa –Ysa enumeró con los dedos–; Aldhana se fue por tu culpa; Josefina se fue por tu culpa; Priscilia se fue por tu culpa… te estás quedando sin personal por esto, este showcito que estás haciendo te está costando el personal. Si tú quieres, yo me voy, ¿pero te vas a tirar el turno de la noche tu solo?

    —¡Yo puedo con eso y más! ¡Voy a llamar a los dueños del restaurante!

    Ysa ya había conocido a los dueños y habían intercambiado números.

    —Dale, está bien. Yo también los puedo llamar y decirles que tengo 20 minutos tratando de marcar mi llegada y tú no me dejas.

      El manager comenzó a gritar.

    —Epa, cálmate –dijo Ysa–, la gente te está viendo. ¿No te da pena con los clientes?

    —¡Es que tú me pones así!

    —No, yo no te hago hacer nada. Esa es la actitud que tú asumes siempre. Te pones a gritar: asustas a los clientes, asustas a las empleadas y por eso es que te estás quedando solo.

    —¡Yo no voy a dejar que una maldita vaca me…!

    —¿Cómo me dijiste? –lo interrumpió– ¿Ahora llegamos al punto en el que me insultas? Está bien. Mira, ¿sabes qué?, ya faltan cinco minutos para mi turno, así que voy a bajar a marcar mi llegada.

    Ysa pasó a su lado y él la persiguió.

    —¡No vas a hacer nada!

    Los clientes, poco a poco, abandonaron el local.

    —Okey, entonces llamaré al dueño para decirle que no me dejas trabajar y que, de paso, espantaste con tus gritos a la gente de la mesa.

    —¿¡Sabes qué!? ¡Estás botada!

    Ysa salió. Con cada paso, botaba una nueva lágrima. Al menos, pensó, no le había dado el gusto al manager de verla llorar. Llamó al dueño. El hombre la calmó, le aseguró que no se iba a quedar sin trabajo, que se fuera a su casa, que ese día se lo iban a pagar y que él iba a obligar al manager a que se disculpara.

    Un par de horas después vio que su teléfono sonaba.

    —Hola. Te estoy llamando para pedirte perdón por lo que tú dices que yo te dije. Y mañana vienes a trabajar. Sigues en el restaurante.

    Ysa se quedó viendo la pantalla tras colgar.

    Al día siguiente, el manager le explicó que, como castigo, la iba a poner a repartir volantes. Trabajaría por todas las calles de Los Ángeles. A ella le bastó una jornada para caer en cuenta de algo: nadie la supervisaba mientras repartía. Durante las siguientes semanas, usó ese tiempo pago para meter currículo en cuanto sitió consiguió. En paralelo, un amigo uruguayo que estaba al frente de un café le avisó que la podía contratar. Así como los días terribles a veces parecen interminables, de vez en cuando las noticias positivas también llegan una tras otra. Consiguió una entrevista en un local de sushi y la contrataron. Luego, habló con el amigo uruguayo para que le diera la chamba a su hermana. Una noche le envió un mensaje a quien estaba por convertirse en su ex jefe: «Consíguete dos nuevas empleadas. Mi hermana y yo no volveremos más».

    —¡Esa maldita puta me jodió! –El hombre, a varios kilómetros de distancia y según la versión de una de las mesoneras, comenzó a estrellar vasos contra la pared.

               

En el nuevo trabajo el trato era más amable. La paga también. Sus hombros, poco a poco, aflojaron la tensión acumulada.

    Una tarde, Luisa, una ex compañera brasileña que acababa de renunciar al restaurante, se apareció en su casa con una botella de vino. Entre copa y copa se permitieron hablar en voz alta de lo que habían vivido. Recordaron cómo el manager les decía que no iban a conseguir trabajo en ningún otro lado. Las dos tenían anécdotas en las que el hombre daba muestra de cierta generosidad, solo para después apoyarse en eso como excusa para justificar sus agresiones. A Ysabel, por ejemplo, varias veces le dio la cola hasta su casa: no quería, decía, que anduviese por la calle a altas horas de la noche. Vestida así, según él, podía provocar a los maleantes.

      —Lo peor es que –recordó– estaba vestida como si fuese para una rumba por su culpa –hizo una pausa, se llevó la mano al mentón­–. Amiga, ¿tú te das cuenta de que estamos hablando de él casi como si fuese un exnovio? O sea, ¿estás consciente de que esta es la única relación seriamente de maltrato que hemos tenido?

    El futuro inmediato, al menos, le depararía cosas distintas. Anécdotas con David Beckham y Justin Bieber, por ejemplo. Pero los obstáculos recién empezaban.

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