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Sabana


No sé cuál es la palabra en español que sirve para nombrar el remolino que se agita y te permite estar en dos tiempos y lugares distintos, siendo a la vez dos personas y una nueva que nace de esas dos. La trinidad invisible del cariño por una época que se revive pero no se puede repetir.

Por Leo Felipe Campos
Twitter: @leofelipecampos



Salvo con uno que otro logro deportivo, pocas veces he sido un venezolanista intenso.

No creo que mi país sea el mejor del mundo ni necesito repetirlo a cada instante para evangelizar a extranjeros distraídos. No suelo agitar banderas y tampoco me aferro con rabia a la ilusión de revivir el pasado. Tal vez por eso nunca apoyé a caciques vendehumo ni creí en discursos patrioteros, sensibleros y militaristas. Igual que tampoco creo, como le debe de pasar a jóvenes y adultos de un tercio de Occidente, que su país —mi país— es lo peor, que lo más malo de lo malo de lo malo ocurre solamente en mi tierra, esa que cae cuando me arranco del suelo y sacudo mis raíces.

Estoy orgulloso de mis orígenes, atesoro recuerdos hermosos, he rodado bastante y a gusto, tuve la fortuna de recorrer infinidad de pueblos y ciudades en Venezuela, viví momentos inolvidables en Upata, Panaquire y la Península de Paria; en Clarines, Boca de Uchire y Santa María de Ipire; en San Rafael de Mucuchíes, Caripe del Guácharo, Valera, Puerto Cabello, Camaguán y Choroní, por no hablar de Caracas, Puerto Ordaz, Margarita, Carúpano o Maracaibo.

Me entristece y mucho la realidad actual de mi país; la actual y la de hace diez o veinte años, por algo me fui, igual que otros cuatro o cinco o seis millones. No soy ajeno al dolor. Muchos amigos y familiares permanecen aún en Venezuela, y todos ellos tienen un lugar único en mi corazón.

Me considero y soy tan venezolano como la arepa y el guayoyo, pero suelo respirar muy tranquilo en mi desarraigo.

Si digo todo esto es para poder hablar mejor de un resorte emocional: del poder evocador y sentimental que tiene la música.

Hace unos días oí “Sabana”, de Simón Díaz. Una tonada bellísima. Primero la oí, después la escuché. Primero la repetí, después busqué otras versiones, como la de Serrat, que no conocía y me encantó. Como la de Adriana Corredor, que tampoco sabía que existía, y me cautivó.

Qué poder tan profundo el de esta pieza.

Salí de casa para ir al metro, en Barcelona (la de España), y pensaba: es increíble. Algo me sacudió por dentro mientras reparé en su letra. Durante un trayecto de media hora fui un bucle llanero, de esteros y establos, de quesos frescos y tolvaneras, de lagunas y pies descalzos, de vacas, carraos y una brisa incomparable.

Yo, que nunca he vivido en el llano y en ese momento estaba geográficamente bien lejos del folclor venezolano.


Sabana..., sabana... / Con tu brisa de mastranto / tus espejos de laguna / centinela de palmeras / que se asoman con la luna.

Aquí me quedo contigo / aunque me vaya muy lejos, / como tórtola que vuela / y deja el nido en el suelo.

Se me aprieta el corazón / no ver más tu amanecer, / ni al cimarrón, ni la mata / ni la garza que levanta.

Con el cabresto te dejo / amarrados mis amores. / Gota a gota que te cuente / mis penas el tinajero.

Ya tu arestín mañanero / no me mojará los ruedos, / ni el humo de leña verde / hará que mis ojos lloren.

Mañana cuando me vaya / te quedarás tan solita, / como becerro sin madre, / como morichal sin agua.



Son unos versos magníficos. Es impresionante cómo se activa la memoria emotiva cuando el arte se pone al servicio de la nostalgia y la belleza (o viceversa), cuando se adelanta a su tiempo y recoge la realidad de un hombre, de un hombre en su pueblo, de un hombre y su pueblo, para retratar un universo mucho más amplio.

Es bonito —mucho más que bonito— ese disparador de sensaciones que sacuden, esa conexión especial, ese cruce de aromas y paletas brillantes.

Y también es triste y alegre.

No sé cuál es la palabra en español que sirve para nombrar el remolino que se agita y te permite estar en dos tiempos y lugares distintos, siendo a la vez dos personas y una nueva que nace de esas dos. La trinidad invisible del cariño por una época que se revive pero no se puede repetir.

A partir de esa “Sabana de Simón Díaz, en los días siguientes he saltado de forma desordenada a otros músicos y grupos venezolanos de décadas pasadas y años más recientes, algunos tradicionales, otros no tanto, a los que vuelvo de vez en cuando: Alirio Díaz, Un Solo Pueblo, Gualberto Ibarreto, Yordano, Evio di Marzo, Colina, Oscar D’ León, Soledad Bravo, Guaco, Sexteto Juventud, Desorden Público, Los Amigos Invisibles, Bacalao Men, Claroscuro, Los Mentas, Masseratti 2lts, C4Trío, La Vida Bohème…

Lo sé, son gustos diversos. Cada quien atesora los suyos. Lo importante no son tanto los nombres propios como aquello que representan: una forma placentera de atadura a mis orígenes, a mi cultura, un punto de enlace a mis recuerdos, una fabulosa alteración del presente que me ayuda a permanecer vinculado con aquello que alguna vez me rodeó y ayudó a formarme.

Y en honor a eso que sentí, quise venir a compartirlo.

Porque despegarse del terruño tiene esas cosas y porque entiendo que eso se aproxima al respeto, por los otros, por lo que fuiste y por lo que eres, que de tanto en tanto viene bien darle un abrazo a otra persona. Y que te lo den de vuelta.

Así que ahí tienen, migrantes, amigos y compatriotas desconocidos, estos dos brazos bien abiertos en forma de tonada. Respiren hondo:


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