Un mundo mejor
Por eso ha despertado tanta polémica. Por lo que simboliza, por lo que representa, por todo lo que subyace y con lo cual nos queremos sentir cómodos, eso que entendemos que deberían de ser “valores universales”.
Por Leo Felipe Campos
Twitter: @leofelipecampos
Para dimensionar lo que ha significado la cachetada que le zampó Will Smith a Chris Rock en la ceremonia del Oscar habría que viajar en el tiempo, más de quince años atrás, cuando en la final del Mundial de fútbol que se celebraba en Alemania, el entonces jugador francés Zinedine Zidane, estrella de su selección, le propinó un cabezazo en el pecho al defensor italiano Marco Materazzi ante millones de espectadores que no entendíamos lo que acababa de pasar.
Después se supo a medias que el origen de todo había sido un insulto, presuntamente machista y racista, que le dirigió Materazzi a Zidane en el que ofendía a su hermana.
Exceptuando desastres naturales y revueltas masivas, el impacto social de un suceso suele estar íntimamente ligado a la importancia o la fama de sus protagonistas, a la relevancia del contexto, al peso de lo simbólico y al marco de acción común que distingue, cultural y moralmente, entre lo aceptable y lo reprochable.
A lo anterior se suma el alcance de los medios que lo transmiten y retransmiten; todo está vinculado.
En tiempos de debates en torno a los límites del humor, al bullyng, a la masculinidad tóxica o a la supuesta fragilidad de una generación más sensibilizada ante el dolor ajeno —mal llamada de cristal—, esta cachetada cobra una dimensión mayor.
Por eso ha despertado tanta polémica. Por lo que simboliza, por lo que representa, por todo lo que subyace y con lo cual nos queremos sentir cómodos, eso que entendemos que deberían de ser “valores universales”.
Resumamos lo que ocurrió: mientras Chris Rock anunciaba la categoría de Mejor Largometraje Documental, hizo un chiste en referencia al pelo de Jada Pinkett Smith, la esposa de Will Smith, quien el año pasado había publicado que sufre de alopecia y que por esa razón se rapa la cabeza. El chiste de Chris no sentó nada bien a Will, y este se paró de su asiento y subió hasta el escenario para golpearlo con la mano abierta.
Usar la violencia para dirimir un conflicto estará mal en cualquier circunstancia. El bofetón es reprochable. Punto. Además, se presta para múltiples discusiones, entre ellas el hecho de que fuera Will y no Jada quien respondiera. A fin de cuentas, la burla iba dirigida a ella y él actuó, tal como lo dijo, en nombre de su esposa.
Sin embargo, aprovechar este desatino mundial en vivo y directo para posar de impolutos y gritar al cielo como puritanos es de hipócritas. Una salida de tono la puede tener cualquiera, incluso hasta rozar el ridículo. A todos se nos ha ido alguna vez la cabeza (que lo diga Zidane), y más si alguien toca una tecla que consideramos sumamente delicada, como les pasó al francés y a Will Smith.
Aquí la amplificación surge porque son famosos que representan valores de grandeza para sus seguidores y porque los ve medio planeta. Eso convierte el hecho en algo espectacular.
O ¿estaríamos debatiendo de la misma forma si los protagonistas hubieran sido, por ejemplo, un asistente de producción y un agente de seguridad del show?
¿Estaríamos debatiendo de la misma forma si, por ese comentario —exactamente el mismo—, Will Smith hubiera abofeteado a Chris Rock en la cocina de su mansión antes de salir a la gala y alguien hubiera compartido el video en redes?
¿Estaríamos debatiendo de la misma forma si en vez de ocurrir en la tarima principal de la ceremonia de los Oscar hubiera sido durante una exhibición de boxeo?
La otra clave está en el humor, en lo que entendemos por humor. Y en eso es imposible que nos pongamos todos de acuerdo. Nadie discute que una cachetada es una manifestación de la violencia física; será considerada menor o mayor según ciertas circunstancias (quién le pega a quién y por qué motivo), pero en cualquier caso será una agresión. En cambio, un chiste, se diga con o sin intención de hacer daño, no necesariamente será entendido de forma unánime como algo violento.
De hecho, así se justificó Chris Rock, que encajó el golpe con una diplomacia impresionante y se mantuvo calmado en medio del desconcierto. Rock dijo que él solo había hecho una broma en alusión a una película. La respuesta de Will Smith, que acababa de volver enfurecido a su asiento, no se hizo esperar: «Mantén el nombre de mi esposa fuera de tu puta boca».
Will, igual que Zidane en la final del 2006, hizo lo que millones de personas aprenden desde pequeñas y por eso hoy no son pocos los que le aplauden: defendió con rabia algo que considera intocable, su honor y el de su familia. Puso un límite entre lo que estaba dispuesto a aceptar y lo que no. ¿No es ese el origen de toda pelea, de toda batalla, de toda guerra?
Esto no justifica su destemplado arrebato, en lo absoluto. Había otras formas de reclamar su molestia; permitió que lo dominaran sus emociones, se dejó llevar por la ira y cometió un error en público. ¿Eso lo define como ser humano o como profesional? Por supuesto que no. Tanto Will Smith como Zinedine Zidane (y soy un ferviente seguidor del Barça), son ejemplos de elegancia y rectitud, incluso de respeto. La imagen que los rodea es la del éxito, no la de dioses.
Esta cachetada y los comentarios que inevitablemente ha suscitado me hicieron recordar una de mis películas favoritas: la sueca danesa Hævnen (La venganza), traducida también como En un mundo mejor por su título en inglés: In a Better World, un largometraje dirigido por Susanne Bier y escrito por Anders Thomas Jensen, que ganó el Oscar y el Globo de Oro como Mejor Película de Habla No Inglesa.
En una de sus escenas, magistral e inolvidable, un hombre sueco acompaña a tres niños, entre ellos dos de sus hijos, de unos siete y doce años, a interpelar a otro adulto danés que trabaja en un taller mecánico y que previamente lo ha abofeteado delante de ellos en un parque infantil.
La intención del sueco, Anton, que va con actitud pacífica, es demostrarles a los chicos que nada se gana con la violencia. Él sabe de lo que habla porque ha trabajado como médico en un peligroso campo de refugiados en Sudán. Pero lo que ocurre es que el danés, llamado Lars, lo vuelve a abofetear frente a todos. Anton sonríe y se mantiene firme, desafía a Lars con su serenidad y le dice que no es más que un idiota incapaz de disculparse con unos niños, un hombre que solo sabe pegar.
Una vez afuera del taller, antes de montarse en el carro, intenta convencer a los chicos diciéndoles que ha sido Lars, con su actitud violenta, quien ha perdido. Es una clase de entereza, de seguir con tu vida sin detenerte en cosas que no tienen importancia. Convence a sus hijos, pero no al otro niño, al amigo de ellos, quien le responde con claridad y sin dudarlo, viéndolo a los ojos, que Lars no siente que ha perdido, por lo tanto, Lars no ha perdido.
Es el peso de lo simbólico. Frente a esa escena, los espectadores deben elegir quién tiene razón: ¿Anton o el amigo de sus hijos?
Yo tengo clara mi respuesta. Es compleja. Como la existencia. Si quieres saberla, pregúntale a Chris Rock. Y mira la película completa.