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Una sesión


Suspiro y miro a todos lados. Me he logrado zafar, pienso en un principio, pero, cuando decido volver a mirar hacia atrás, hacia la zanja infame a donde me quería arrastrar, veo que el frío de la oscuridad ha llegado a mí, sin moverme de donde estoy.



Foto de Caleb Woods en Unsplash


Por Victoria Pantoja

La tarde brilla como nuestra inocencia. Jugamos al escondite, como la mayoría de los días. Yo aguardo dentro de un vivero, detrás de una palma que reposa en una voluptuosa maceta. Me río de curiosidad, pero también de nerviosismo. Por alguna razón, él siempre me encuentra de primera. Yo sé la razón, pero no se la quiero decir a nadie. Él dice que es un juego de niños, pero a mí me está empezando incomodar.

Perdida en mis pensamientos me sobresalto al sentir su mano en mi hombro, acompañado de un "¡bu!, te asusté". Él es apenas dos o tres años mayor, pero su mano me resulta gigante. Sus dedos duelen, se sienten clavos en mi piel. Me volteo y sonrió. Él ni se inmuta. Es un niño que no sonríe. Es un niño sombrío, de mirada apagada y caminar sosegado. Siempre pensé que, entre todos mis amiguitos, él era el más extraño, pero mis primos lo querían. Yo también. Yo pensaba que, en el mundo de los niños, siempre se era feliz; pero con él me di cuenta de que no.

Pasamos al corredor de la casa y ¡Sorpresa! Nadie más ha sido descubierto. Me pongo nerviosa y comienzan las insistencias. Él me dice que lo siga a un lugar oscuro, detrás de la casa. ¿Qué hay detrás de la casa más que arañas, insectos y frialdad? No quiero ir. Me intento alejar de sus moradas ojeras y sus amarillentos ojos, diciendo que no quiero ir a ninguna zanja. Quiero que mis amigos y primos salgan de los escondites, quiero seguir jugando y riendo bruscamente. Quiero seguir siendo niña. Quiero mantener mi inocencia intacta.

Él se acerca y no respeta el espacio. Aplaca los mechones de mi cabello detrás de la oreja y acaricia mis mejillas. No se siente bien, no se siente correcto. No se siente como el abrazo de mis primos o la caricia de mi hermana. Se siente mal, incorrecto, inmoral. Planto cara con actitud y me niego a ir a otro sitio, porque mis deseos son más importantes. Él se molesta y se aleja.

Suspiro y miro a todos lados. Me he logrado zafar, pienso en un principio, pero, cuando decido volver a mirar hacia atrás, hacia la zanja infame a donde me quería arrastrar, veo que el frío de la oscuridad ha llegado a mí, sin moverme de donde estoy.

Él se toca delante de mí, a unos metros de distancia, de forma descarada y con un gesto macabro. Su genital se levanta, no resulta natural ver lo que veo. En mi familia no hay tabúes. Sé qué es lo que veo, pero no se siente bien. Se lame los labios y sonríe de lado. Me siento como una presa a la que quieren casar. Como un cacho de carne, un objeto al que obligan a hacer otras que no quiere. Intento volver a la realidad que vivo en la actualidad. Soy una mujer. Ya dejé de ser una niña. Puedo protegerme. ¿Puedo o es solo algo que me digo para convencer a mis pensamientos de que hay una seguridad que es realmente inexistente?



Nada ha cambiado. Bueno, tal vez algunas cosas han cambiado. El miedo pasó a ser rabia y la rabia pasó a ser fuerza. Una fuerza que me empuja a contar las cosas que me resultan desagradables, pero que estoy obligada a verbalizar para sanar.

Vuelvo al recuerdo y, sumergida en él, corro. Lejos. Me encierro en un cuarto y prefiero no contarlo. Las paredes se cierran sobre mí y mi corazón late con fuerza, hasta que retumba en mis oídos. Grito y el sonido se vuelve ensordecedor.

Abro los ojos. Veo a mi terapeuta de frente. Observa atento e intenta mantenerse objetivo, pero sus ojos están brillantes. Ojalá llegue el día en que puedas contar estas cosas sin que la gente te vea con lástima. Ojalá pueda estar yo presente para ver cómo la gente busca entender, condenar y aprender desde la educación la verdad macabra detrás de este tipo de actos. Siente lástima por mí y no puede negarlo. Me extiende una caja de pañuelos y yo arrugo la cara. ¿Estoy llorando? Siento la cara caliente.

Toco mi cara. Hay agua corriendo por mis pómulos. Sí, estoy llorando.

“Tranquila”, me digo tocándome el pecho y tratando de calmar mi respiración, “es solo una sesión de terapia”.

Sin embargo, mi corazón comienza a latir rápidamente otra vez cuando recuerdo que la terapia cambia mi vida, no a la sociedad.
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