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Amigos y paraguas


Por Lizandro Samuel
X: @LizandroSamuel

Nadie tiene por qué leerte.

La vida de cualquier persona puede continuar maravillosamente bien sin leer lo que tengas para decir.

Con tantas Joyce Carol Oates, Chimamanda y Leila Guerriero, ¿por qué alguien debería dedicar su tiempo a tus escritos?

Esas podrían ser las palabras de bienvenida a cualquiera que aspire entrar en el mundo literario. Pero, puestos a ser honestos, podrían ser las palabras de bienvenida a cualquiera que llegue al mundo.

Durante décadas, muchos se han quejado de que en la educación formal tres de las primeras cosas que debería enseñarse es que lo único constante es el cambio, lo único seguro es la muerte y lo más normal es perder.

—Está horrible. Tiene muchos errores. Esto no está publicable –cada una de sus palabras eran plomos que hundían a la jovencita que tenía delante–. Pero –y aquí tiró el salvavidas– tienes talento: así que sigue escribiendo, ¿okey? En algún momento te leeré en una editorial, pero tienes que seguir escribiendo. Todavía estás jojota.

Una Andrea Leal jovencísima, cual pollito descubriendo el corral universitario, recibió esas palabras de todo un gallo de la Academia, como lo es Carlos Sandoval, quien a la sazón era su profesor en Letras y la primera persona, fuera de su familia, a la que había mostrado uno de sus cuentos.

Quiero saber por qué el cuento no fue seleccionado, le escribió vía mail, un par de años después y en un arco narrativo paralelo, Verónica Flórez a Héctor Torres, con el que había hecho un taller que la marcó.

Durante años Verónica Flórez recordaría lo que sucedió después: un largo pero amable mail, en el que Héctor detallaba, uno a uno, los fallos que había encontrado en la historia.

Tanto Andrea como Verónica recordarían ambos momentos como definitorios en su carrera. Andrea, porque se aferró a las palabras de Sandoval: “Tienes talento. Sigue escribiendo”. Y Verónica porque, desde entonces, escribiría con una ferocidad que buscaba un único objetivo: no volver a sentirse jamás avergonzada.



Andrea Leal creció en una familia en la que el arte es muy importante, tenía amigos que se animaban a poner en palabras lo que maquinaban sus mentes y vivía rodeada de libros que devoraba con una seriedad insólita para quien todavía usa lonchera. Se creó un mito familiar que ella asumió feliz. A sus siete años le preguntaron qué iba a ser de grande:

—Escritora —respondió.

Verónica Flórez fue la que más rápido aprendió a leer en su salón. Llenaba sin esfuerzo los diarios que le regalaba su papá y en los albores de la adolescencia ganó un concurso de cartas. Leyó con hambre todas las sagas adolescentes de su generación, desde Crepúsculo hasta Cazadores de sombras. Y bostezaba en las desapasionadas clases de literatura en el bachillerato. No fue hasta que en sus primeros años universitarios, cursando Letras en la UCAB, decidió hacer un taller con Héctor Torres cuando entendió que quería hacer cuentos.

Sin embargo, vivía en la brecha de tener aspiraciones literarias, pero no querer verse como escritora.

—Siento que en el momento en que diga que soy escritora, voy a tener que enseriarme y voy a tener que escribir todos los días.

Siempre recordaría un día en la universidad, en clase de Edición, en que la profesora preguntó si alguien había sido publicado. En un salón de manos caídas, Verónica detuvo sus ojos en la única compañera cuyos dedos apuntaron al cielo.

—¿Te han publicado? Oye, qué bueno —inquirió la profesora.

—Sí, tengo 19 novelas en Wattpad.

“Quizá yo necesito algo de esa confianza y optimismo”, pensó Verónica.

Por esos años, sin conocerse entre sí, Andrea Leal también inició su carrera universitaria, también en Letras, pero en la UCV. Con la diferencia de que ella llegó a las aulas de clase profundamente amargada: de tanto leer y prometerse cosas, se había convencido de que la literatura era escenario para los GRANDES TEMAS y las cosas IMPORTANTES. Se obstinó al darse cuenta de que a sus 16 años no parecía tener cosas tan trascendentales para decir, no como el ya manido Gabriel García Márquez o la ahora mítica Clarice Lispector.

—Algo muy bonito que hace la universidad —recordaría años después de haberse graduado— es que te baja los humos, te da la cachetada y te dice: “¿Qué Dostoievski ni que nada? ¡Es que tú ni siquiera le llegas a los talones a tu compañero de al lado, que nadie lo conoce!”.

Y entonces vino una nueva crisis creativa. Otra vez renunció al destino que había aceptado desde niña. Hasta que, con el tiempo, dejó de pensar tanto en lo externo, dejó de compararse: no se trata de ser el mejor, se trata de amar el recorrido.

Porque lo importante era que escribir le gustaba, que le hacía bien y le resultaba casi sanador. Así que volvió a pulsar botones en el teclado.

No pasaría mucho tiempo antes de que conociera a Verónica Flórez.





Todos los jóvenes saludables con aspiraciones se parecen: sienten que no encajan. Cada generación repite quejas similares, más aún en ambientes tradicionalmente tan cerrados y exclusivos (y a veces excluyentes) como el arte. Pasa que en Venezuela, por los motivos que ya son de sobra conocidos, la típica queja generacional tomó otro cariz.

Poco a poco cerraron los referentes: revistas, concursos, páginas web. Las iniciativas culturales empezaron a durar menos que una story de Instagram. Los lectores, como de costumbre, quedaron un poco desatendidos: entre tanta queja de libreros, editores, escritores, distribuidores, intelectuales, académicos, críticos, etcétera; rara vez se le preguntó a la gente qué quería leer y en qué formato, cuánto podía pagar y cuáles eran sus necesidades.

En consecuencia, los actores de la escena literaria empezaron a lucir desperdigados: cada uno abriendo su paraguas por su lado, solo o con sus amigos, luchando para no empaparse. Lo cual tampoco está del todo mal, salvo quizá para los nuevos, los que querían empezar a publicar, los que querían formar parte de la movida que, más que movida, era parálisis; es decir, para los que no tenían ni paraguas ni amigos.

En 2019, la Revista OJO y Lennis Rojas retomaron la iniciativa de la Semana de la Narrativa, que durante varias ediciones promocionó a los autores emergentes del país; un espacio creado por Héctor Torres y Ana Teresa Torres. Lo demás fue hermoso e importante… mientras duró.

Con el pase de testigo, la Revista OJO y Lennis llevaron adelante una actividad en la que, a través de un concurso, se seleccionaron a varios narradores jóvenes del país. Ahí se conocieron, por ejemplo, Andrea Leal, Verónica Flórez y Natasha Rangel: las tres autoras con las que, años más tarde, iniciaría el movimiento que devendría en la compilación Feroces.

Pero antes de esto último pasaron cosas, muchas impulsadas por las tres mujeres ya mencionadas y por otros de los autores a los que también conocieron en esa nueva Semana de la Narrativa. Porque, algunas iniciativas, duraderas o no, sirven sobre todo para eso: para hacer amigos con los que hacer una vaca para un paraguas.




En el 2020, Andrea Leal finalmente cumplió la meta trazada desde niña y cogió pizarra en ese Premio Policlínica para Jóvenes Autores que, como ya se dijo, pasaría a llamarse Premio Julio Garmendia para Jóvenes Autores. Estaba más contenta que infanta en Navidad, pero pronto descubrió que el Niño Jesús no existe.

Debido a la cuarentena, no hubo ceremonia, no hubo paraguas. Cobró el dinero del premio y chao: sintió que el que era hasta entonces uno de los logros más importantes de su vida había pasado totalmente debajo de la mesa.

Algo similar sintió cuando también logró una mención en el Premio Santiago Anzola. Entonces ocupó parte del podio, pero sintió que los grandes esfuerzos que invertía para alcanzar esos logros no llevaban implícito el premio mayor: ser realmente leída y reconocida.

Estaba descubriendo lo que es una de las máximas del mundo del arte y del entretenimiento: no importa que tan grandes sean tus logros, si no tienes quienes los compartan nadie se va a enterar de que existes. Hacía falta el paraguas.

En un intento por asentar su aún distante relación de admiración con Natasha Rangel, y tornarla, quizá, una amistad, se animó a inscribirse junto con ella en una de las ediciones del taller de cuento que dicta Jacobo Villalobos.



En algún momento de su formación, luego de dejar atrás las sagas juveniles, Verónica Florez se dio cuenta de que la mayoría de sus referentes eran hombres. La carga académica no incluía muchas mujeres venezolanas. Tiempo después de graduarse le sorprendería que, por ejemplo, nunca le mandaron a leer a Ana Teresa Torres.

Su tesis, por cierto, sería sobre otra autora venezolana: Carolina Lozada.

El caso es que en la universidad, en un seminario con un profesor que “sí hacía una buena selección de textos”, descubrió a Samanta Schweblin. Después, en un taller en Círculo Amarillo, leyó a Pilar Quintana. Todo esto al tiempo de que ya era consciente de que una mujer como Mariana Enríquez se estaba convirtiendo en una verdadera rockstar literaria, mientras Mónica Ojeada empezaba a escandalizar lectores de diferentes partes del mundo. Muchas mujeres escritoras, talentosas, exitosas, que acaparan atención.

Un sueño.

Jacobo Villalobos, en cuyo taller ella también estaba participando, le dijo que se estaba dando cuenta de que entre las jóvenes venezolanas estaba pasando algo similar. No que estuvieran ganando premios internacionales, facturando y acumulando reconocimiento (ojalá), eso no, al menos todavía no, sino que estaban abordando cierto tipo de tópicos, escribiendo con fiereza. Y eran varias. Así que le propuso a Andrea, Verónica y Natasha hacer una compilación.

Al inicio, fueron las dudas y el descreimiento, asentado en desencantos pasados. Pero el entusiasmo de Jacobo, que es contemporáneo con ellas, empezó a resultar contagioso.

Y en el grupo de WhatsApp en el que estaban las tres, poco a poco fueron sumándose más autoras. Hasta que un día pasó: les pidieron sus fotos de autoras y les enviaron un contrato con sus nombres.

Así nació Feroces, una compilación de jóvenes autoras venezolanas, que recoge parte de lo que se está haciendo en la ficción breve del país.

“Hubo, sí, una curaduría, pero al mismo tiempo fue un proceso muy orgánico en el cual las autoras, con su propia literatura, prácticamente se manifestaron a sí mismas”, le declaró Jacobo a Jordan Flores, de El Diario.

Como en toda compilación se muestra solo una parte de lo que está sucediendo, pero en este caso se trata de una parte particular, pues la conforman autoras que, algunas, estaban por ahí, creciendo como cactus solitarios en el desierto, que quizá ahora encontraron un grupo con el cuál echar raíces.

¿Cuántos narradores —jóvenes y no jóvenes, de mayorías y de minorías, de ficción y de no ficción, de historias breves y largas— hay en la Venezuela desértica de oportunidades esperando encontrar su propio grupo de amigos con los que compartir esos logros: con quienes sentirse reconocidos? ¿Cuántos hay esperando un paraguas para cuando arrecien las lluvias?

¿Cuántos que nunca, jamás, serán descubiertos?

¿Cuántos que nunca se animarán a descubrirse?

Al menos, hoy día hay otro paraguas abriéndose hacia su propio espacio, cubriendo a sus nuevos autores y autoras. Andrea Leal y Verónica Flores lideran Gato negro y han ido adquiriendo experiencia en la producción cultural. O lo que es lo mismo: en crear lazos y generar espacios.

Porque Andrea, luego de sentirse decepcionada a los 16 años porque sus textos no estaban a la altura de una Clarice Lispector, llegó a una conclusión: que como autora debe creer en su obra, que quien debe estar orgullosa es ella misma; que mucho está dicho y mucho está escrito, pero que ella tiene su propia voz. Y hay gente que está dispuesta a leerla.


Fotografías: Rafael Hernández
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