sellocultural.com
      

¿Dónde está la literatura?


Porque el libro en papel no es el receptáculo supremo de la literatura, sino solo una tecnología más. Y las métricas en torno a sus ventas dicen, en mi opinión, muy poquito respecto de la circulación de la literatura.

Por Lizandro Samuel
Twitter: @LizandroSamuel



Conocí una niña. Una adolescente, más bien, que vive en un pueblo del interior de Venezuela de esos en los que la gente se sorprende si ve un desconocido en la plaza. Un pueblo en el que lamentarse por la falta de librerías puede resultar un exceso: no hay restaurantes. La chica, de 13 años más o menos, nunca ha pisado una casa con biblioteca. Y, como es obvio, nunca ha entrado a una librería.

Pero le gustan los poemas de Mario Benedetti, quiere leer Harry Potter y hace poco le preguntó a su tía citadina si le podía recomendar algo de Virginia Woolf.

En plena edad en la que el coqueteo hormonal empieza a dibujar posibles vocaciones, le preguntó a su papá qué había que estudiar para ser escritora.

En The Game, el libro de Alessandro Baricco, el autor responde a quienes se quejan del deterioro del arte más mainstream y de que equis escritores o intérpretes musicales sean tan populares. Baricco plantea que puede que tengan razón, pero que muchas de las personas que consumen ese tipo de creaciones hace 40 años probablemente hubiesen sido analfabetas. Este razonamiento, acertado o no, me remitió a una conversación que tuve con una gran poeta, en la que ella me dijo que alguien de 20 años hoy día es probable que haya leído el triple de lo que ella había leído a la misma edad; es decir, las nuevas generaciones parten con ventaja.

Se me ocurre que en el cruce de ambas ideas se explica que la joven del primer párrafo, pese a sus limitaciones socioculturales y económicas, se esté enamorando de la literatura. Su primer contacto con la poesía y la narrativa no ha sido a través de libros, sino de Instagram y Tik Tok. En un momento de su vida en el que las inquietudes de la edad brotan desde los abismos que abre la vida, encontró refugio en citas y fragmentos de textos. Ahora, mientras lee la versión epub de Canaima, de Rómulo Gallegos, para una tarea escolar, acaba de terminar de leer el cuarto poemario en papel que le regalaron, entre los que hay uno de Eugenio Montejo. Hace un año ni sabía lo que era un poemario.

Los puntos de contacto con el arte hoy son distintos a los del siglo pasado. Porque si bien en muchas partes del mundo tener una biblioteca sigue siendo un asunto de estrato (comprar libros es una necesidad al alcance de la clase media), el smartphone es en occidente una necesidad tan básica que muchas familias le dan prioridad antes que, por ejemplo, a un televisor.

Las librerías han perdido poder de convocatoria, aunque muchas siguen en pie y hay ciudades en las que gozan de buena salud. Allí, supongo, el librero o librera sigue siendo esa suerte de chamán que orienta a los compradores. Sin embargo, en las redes sociales (entre las que se incluye Goodreads) abundan perfiles de divulgadores, críticos y lectores entusiastas cuyas recomendaciones son atendidas por diferentes cantidades de personas. Y, por supuesto, están los algoritmos: editores contemporáneos que se afilan para conectar, en páginas como Amazon, al libro con un posible lector.

Las grandes editoriales tienen recursos para aspirar a dominar la conversación entre ciertos nichos, no obstante la competencia por la atención de los lectores es feroz y sin árbitros. Es tan exagerada que algunas personas pasan incluso más tiempo consumiendo contenido relacionado con libros que leyendo literatura. Del mismo modo en el que un porcentaje de los usuarios de streaming navegan en las plataformas entre 20 y 40 minutos (o sea, lo que dura un capítulo de una serie) antes de escoger qué ver, conozco gente que invierte horas leyendo reseñas en Instagram, comentarios en Twitter y viendo booktokers, pero se lee dos libros al año.

La consecuencia de esto era previsible: había que mover la literatura hacia las redes sociales y otras plataformas. Alirio Fernández, investigador y docente, explicó en una entrevista en Qué Leer: “No solo es muy importante y valiosa la presencia de la literatura en los espacios digitales, los que sean, sino que es el lugar donde va a quedarse por mucho tiempo. Y desde el cual, además, traerá más beneficios a la literatura misma. No sé cómo es que hay gente ‘experta’ que se pregunta si ahora se lee más. Y yo digo, pero es que no solo se lee más, sino que se lee mejor, precisamente por el tipo de acceso y la experiencia interactiva que brinda lo digital. Y esto lo dice alguien que, cuando la economía lo permite, sigue comprando libros en físico. Así que yo veo mejor a la literatura hoy que hace 20 años, por ejemplo, y es que hay más y buenos medios para leer. La verdad es que ya no tienes que comprar un libro para leer buena literatura. Ahora mismo, en mi teléfono tengo, como parte de mi biblioteca, 1153 libros. Y es que desde un teléfono celular puedes leer, descargar, comprar, recibir, compartir, criticar y participar en la realidad literaria universal”.

Hernán Casciari una vez contó que cuando era adolescente creó junto a su amigo Chiri una revista en la que compartían los chismes de Mercedes, el pueblo en el que crecieron y el cual probablemente tenía puntos en común con el sitio en el que vive la joven de la que hablé al principio. Como allí no había librerías y la movida cultural era muy baja, los lectores eren aves solitarias que surcaban los cielos creyéndose especies en peligros de extinción. Pero Hernán quería ser escritor. Así que hacía cuentos, junto con Chiri, que eran protagonizados por los vecinos. Los imprimían y los repartían. “Hacíamos que la gente leyera literatura sin saber que era literatura”, dijo.

Siendo editor de Revista OJO llegué a republicar palabra por palabra estados de Facebook que eran, en realidad, excelentes cuentos, crónicas o ensayos. Hoy día ya existen antologías de hilos de Twitter, webs como La Hiloteca (que tiene mejores lecturas que la mayoría de los medios de comunicación tradicionales) y escritores que se han hecho famosos a través de viralizar sus textos en ese formato. Uno de los casos más celebres es el de Manuel Bartual, cuyos hilos fueron reseñados incluso por El País y uno de ellos devino novela en editorial Planeta.

“En el siglo XX, las tertulias de los cafés y las redacciones de los diarios y las revistas eran los másteres de escritura creativa. Ahora esa formación está en el ambiente amable de los posgrados y en la selva difícil de las redes sociales. El escritor está condenado a publicar, a volverse público. Leer tus cuentos con un grupo de jóvenes escritores como tú o escribir hilos en Twitter son formas de entrenamiento. Estrategias para entender mejor tu estilo o tus recursos, al tiempo que estudias cómo te leen los demás, qué efecto provoca en los otros ese cuerpo en formación que ya se parece a tu literatura”, escribe Jorge Carrión en un texto publicado en Infobae que buscaba replicar el espíritu de Cartas a un joven poeta, de Rainer María Rilke.

Hernán Casciari y Chiri, por cierto, muchos años después de sus experimentos –que en aquél momento fueron en papel, pero que más adelante los de Hernán serían en blogs– acabaron creando una de las revistas más importantes de Latinoamérica: Orsai, que ahora es una organización que también hace libros, series y películas.

A las redes sociales habría que sumar los newsletter, que están en pleno auge y les permiten a los escritores comunicarse directamente con sus lectores, sin la mediación de algoritmos. Sin embargo, leer es un verbo cuya definición se ha ensanchado, lo que se explica a través de dos objetos culturales producto de las nuevas tecnologías: los audiolibros y los podcasts.

La industria del audiolibro ha crecido a mayor velocidad que la del libro digital, cuya circulación –más allá del Kindle, que al igual que el libro en papel está supeditado al estrato socioeconómico de sus posibles lectores– sigue siendo más relevante en su versión pirata que como objeto por el que se paga. Si los audiolibros ya tenían un público que iba en aumento desde hace décadas, con la llegada de las redes sociales ha estallado un boom. Pamela Valdés, fundadora y CEO de Beek (la plataforma de audiolibros más grande de Latinoamérica), dijo en entrevista con Juan Lombana que dos cosas la motivaron a la creación de su startup: la primera que está convencida de que el conocimiento –es decir, los libros– empoderan a las personas; y la segunda, que quería enfrentar este cliché que reza que los latinoamericanos leemos poco.

En efecto, las métricas de lecturas en Latinoamérica, explicó, están por debajo de las de los países de primer mundo. Esto, según ella, debido a que los latinos somos la población que pasa más horas en el trabajo y en tráfico. Ergo, somos una población con menos tiempo y energía para leer. “Pero 15 minutos de audiolibro al día son 12 libros al año”, dijo.

El podcast, por su parte, me parece que de los objetos culturas contemporáneos es el más cercano a la literatura. José Antonio Pérez Ledo, por ejemplo, es uno de los narradores más interesantes de la actualidad, sobre todo por sus ficciones sonoras (La firma de Dios, Guerra 3, El gran apagón). Quizá en unos años se asuma al podcast como una forma de literatura, tal como sucede con la novela gráfica; o bien acabe viéndose como una disciplina artística en sí misma, como sucedió con el cine y como está pasando ahora con las series.

El punto de todo esto es que la literatura está diseminada por el ecosistema digital y los vínculos para acceder a ella o enterarse de su existencia son variados. La creación, incluso, se vuelve un asunto de nicho no en el proceso de venta sino desde el momento de concebir el borrador. Plataformas como Wattpad han iniciado en la lectura a millones de jóvenes y de allí han salido éxitos de ventas, así como desde las numerosas páginas de fanfictions. Todo esto, por si fuera poco, lleva a preguntarse sobre el rol que ejercerán las inteligencias artificiales en el futuro de la literatura. Aunque de momento el ChatGPT y todas sus variantes están muy lejos de escribir como un crack, la influencia ya puede palparse e intuirse en otros espacios literarios.

Julio Rojas –autor de Caso 63, quizá el podcast de ficción más exitoso del mundo hispano– ya avisó, en el programa Su atención por favor, que estaba escribiendo un libro en colaboración con una inteligencia artificial. Se trata, explicó, de una suerte de distopía narrada por un humano y una computadora. Está usando la AI para recrear la voz de la máquina. Jorge Carrión, por su parte, publicó un libro firmado en conjunto con Jorge Carrión Espejo (una red neuronal GPT2 “entrenada” para que escriba como él).

Aunque la escritura de libros en su totalidad por medio de inteligencia artificial hoy día parece que será un campo principalmente para la narrativa más comercial –que desde hace rato se hace con conclusiones de BigData– y la autoayuda, también es cuestión de tiempo antes de que estos modelos de AI sean integrados a los procesadores de texto como Word. Así como todos disponemos en nuestras computadoras de correctores eficaces, pronto contaremos con modelos que podrían sugerirnos tramas, personajes, puntos de quiebre, etcétera. Y hasta dar opiniones sobre lo que escribamos.

Mariana Enríquez, que aparte de a ser una de las grandes narradoras de su tiempo se ha dedicado a la docencia, dijo en el programa El Método Rebord que si algo se está estudiando en la universidad ya es viejo. Ese es uno de los desafíos que enfrentamos hoy día para entender la literatura y sus mecanismos de circulación: la falta de guías certificados. El mundo está cambiando más rápido de lo que podemos analizarlo y mucho más rápido de lo que las nuevas tecnologías se integran a los pensum académicos. Esto hace que la jungla digital sea todavía más violenta para escritores, editores, divulgadores, críticos y todos lo que hacen parte de la industria. Al mismo tiempo, hace que sea muy estimulante para los más importantes de todos: los lectores.

No tengo las claves ni las respuestas para afrontar tantos cambios, hay muchas preguntas y pocas certezas; no es solo relevante preguntarse cuánto se lee, sino cómo se lee, dónde se lee y qué se lee. Porque el libro en papel no es el receptáculo supremo de la literatura, sino solo una tecnología más. Y las métricas en torno a sus ventas dicen, en mi opinión, muy poquito respecto de la circulación de la literatura. Aclarado esto, se me ocurre que en el proceso de tratar de entender el nuevo mundo hay una clave importante justo ahí donde empezamos esta conversación:

En esa niña. Esa adolescente que vive en un pueblo –en un estado, en un país, en una familia– con nulo acceso a las formas tradicionales de cultura. En esa niña que no ha ido al cine más de diez veces, que quizá no ha pisado nunca un teatro, que no sabe lo que es un concierto y a la que nunca han llevado a una librería para que escoja su regalo de cumpleaños. En esa niña que, dicho sea de paso, integra un sistema educativo ineficaz en el que abundan maestros que hablan de la importancia de leer pero que no leen. Esa niña, repito, que quiere ser escritora, que lee fragmentos de la obra de Virginia Woolf, que descubre a Eugenio Montejo antes de bailar el vals y que escribe textos –versos sueltos, aforismos, reflexiones– con nulo conocimiento de los géneros literarios pero que comparte con entusiasmo a sus contactos de WhasApp. Ahí está el mismo germen ancestral que empezó congregando a tribus alrededor de la fogata y que ahora, quizá, las congrega alrededor de comunidades digitales.
Sello Cultural 2021. Todos los derechos reservados.