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El cometa Papá


Fue entonces cuando lo entendí: papá era como el cometa Haley, al que todos vieron por última vez en 1986. Como el término muerte no entraba en mi infantil mente, pensaba que papá volvería a casa como eventualmente lo haría también el cometa.

Por Becky Plaza


En casa se habla poco de papá. Sé que existió porque soy la prueba fehaciente de ello, de no ser por eso él sería el típico mito urbano del que todos han oído, pero que nadie puede comprobar. Soy la séptima y última estela que dejó mientras orbitaba por este mundo. Mamá solo dice con ternura que fue su único amor, su único hombre y el padre de sus seis hijos. Mientras habla, en su mirada se infla el dolor de quien ha amado con locura a alguien que no retribuyó sus sentimientos. Otras veces, sobre todo cuando oye a Tania, cuenta cómo tras su muerte decidió cortar para siempre ese largo y cuidado cabello que él decía amar y que solo le recordaba su ausencia. Mamá se entregó estoica y decididamente a la viudez.

Mi hermana mayor lo recuerda vagamente como una presencia inconstante que se desaparecía durante meses para trabajar en el campo y luego aparecía por un fin de semana con grandes bolsas de cambur y de pan para toda la cuadra. Con su guitarra bajo el brazo les cantaba trovas de camino y los alimentaba a ellos y a los primos. A veces los llevaba a Patanemo y les prometía que vivirían allí muy pronto. Dice que mudarse con papá, mamá y mis hermanos lejos de nuestras familias fue el sueño más grande de toda su niñez y su adolescencia.

Nadie habla de papá, excepto mi tía materna que lo nombra para decir que no se habla mal de los muertos y menos de su compadre que era una bella persona. Inconstante cuando de su familia se trataba, pero bello igualmente. Parece que nadie quiere recordar cómo era papá. Mi tía, su hermana menor, alguna vez me contó que era el hijo mayor del viejo Mijares, el dueño de las grandes cafetaleras que cubren barlovento, su mano derecha y el capataz perfecto para trabajar de sol a sol en los campos. Alto, fuerte, varonil y leal, pero negro como su madre. Un negro bastardo que trabajaba como esclavo para su propio padre a cambio de la promesa de una casa en la Bahía de Patanemo para él y sus hijos. Nadie le dijo a papá que de promesas no se vive.

Ninguno sabe quién era realmente papá, pero todos saben la historia de su muerte y es lo único que conozco de él con certeza. Sé que un infarto fulminante dejó encerrado su metro noventa de musculatura maciza en el baño de la madrina de mi hermana. Mientras los bomberos intentaban sacar sus restos mortales del reducido espacio, mis hermanos aún muy jóvenes para comprender las vicisitudes de la vida se cuestionaban: ¿Por qué papá se estaba bañando en esa casa? Y si estaba en San Antonio de los Altos y no en la hacienda ¿por qué no los había ido a ver? Mamá lloraba en silencio su doble duelo y el miedo de posiblemente perderme también a mí, que peleaba la primera batalla contra el asma en el hospital algodonal a un mes y seis días de nacida.

Como nadie habla de papá y yo solo tengo piezas sueltas de una historia que nadie quiere hilar, les contaré lo que descubrí cuando comencé a tener conciencia de su paso por nuestras vidas.

Era una tarde lluviosa de agosto de 1993 y el gran jabillo frente a la casa de mi abuela se batía de un lado al otro con fuerza mientras nosotros veíamos en la TV un programa sobre un señor llamado Edmund Haley que había determinado que cierto cometa orbitaba alrededor de la tierra cada 75 años, y que la última vez que lo habían visto fue en el año 1986, año en que nací yo y se fue papá. Mientras explicaban en la TV lo que era un cometa y por qué volvía cada cierto tiempo a dar la vuelta alrededor de la tierra, una de las grandes ramas del jabillo se rompió y cayó sobre la casa dejándonos encerrados, sin electricidad y con las paredes a medio derrumbar.

“Bendita sea la hora en la que él pila de mierda ese se le ocurrió irse y dejarlos sin casa”, exclamó mi abuela mientras nos abrazaba a mi hermano y a mí entre lágrimas. Como siempre, desde que murió papá, Mamá estaba planchando pilas interminables de ropa en casa de alguna familia ajena a la nuestra para poder mantenernos y nosotros quedábamos bajo el cuidado de la abuela. Fue entonces cuando lo entendí: papá era como el cometa Haley, al que todos vieron por última vez en 1986. Como el término muerte no entraba en mi infantil mente, pensaba que papá volvería a casa como eventualmente lo haría también el cometa.

Después de que los bomberos hicieran su aparición y nos movieron a la casa de mi tía para resguardarnos, los adultos se dedicaron a trata de levantar las paredes de la casa de la abuela en donde vivíamos los seis con ella y mamá. Fue justo en ese momento de estar a solas cuando le pregunté a mi tía materna cómo había conocido mamá a papá y por qué él nunca había vuelto. Mi tía se sentó frente a mí y me contó lo poco que hoy sé, bañado de un almíbar que endulzaría el trago amargo que había sido el paso de papá por nuestras vidas. No escribo lo que ella me dijo, escribo lo que he comprendido.

Mamá es la cuarta de las cinco hijas que mi abuela tuvo. No fue la de mayor carácter, ni la parrandera, tampoco fue la más bonita, ni la más social. Era la más callada y de mayor inclinación religiosa. Iba a misa sin falta todos los domingos y siempre estaba disponible para todos los rezos, procesiones y seminarios. Le gustaba leer y como los devocionales eran lo único que tenía a mano, los leía con avidez mientras cuidaba de los cuatro hijos de su hermana mayor. Siempre estaba en casa ayudando a la abuela con el trabajo de lavar y planchar ropa ajena, a veces cargaba agua o materiales de construcción para tener un poco más de dinero que aportar a la pequeña casa con exceso de miembros. Mamá también acompañaba a la abuela cuando la pesada carga de criar a sus catorce hijos sin figura paterna la llenaba de rabia, soledad y dolor.

Mis tías eran más extrovertidas, de mundo. Las tres mayores salían a trabajar fuera de casa y tenían sus vidas y matrimonios bien armados. La menor, quien me contó parte de la historia, estudiaba en la academia americana y tenía algunos pretendientes detrás de su esbelta figura juvenil. Uno de ellos, mi tío Pedro, le llevó serenatas y flores una noche y el músico que llevó para su ofrenda romántica era un primo que lo visitaba desde Barlovento, papá. Él se enganchó con mamá al verla con los rizos recién sacados del rollete y sus ojos verdes miel expectantes ante el sonido de su guitarra. La orbitó por primera vez, deslumbrándola con su voz, su bohemia y sus promesas de vivir junto al mar. Mamá, que solo había visto el mar una vez en su vida y cuya existencia había estado llena de privaciones de todo tipo, se entregó a la ilusión de vivir una vida diferente y seis meses más tarde se mudó con él a cuidar una de las haciendas del abuelo en Cojedes.

Mamá se embarazó de mi hermana mayor y papá salió por primera vez de su vida para ir al ejército, dejándola atrás con su hermana y su cuñado. Mamá se regresó a casa con su muchachita pequeña luego de que el terremoto de 1967 la llenara de pánico al estar sola en aquella casa, tan lejos de su familia. Papá volvió dos años después, cuando mi hermana ya caminaba y hablaba. Tras él llegó el cuento de que tenía otro hijo en Barlovento, un varón de la misma edad de mi hermana, cuya madre no sabía de la existencia de la nuestra y cuando se enteró decidió salir de su vida. Papá volvió al centro gravitacional estable y seguro que era el amor de mamá.

Como buen fenómeno celestial, deslumbró con su aparición a todos en la casa y se empecinó en llevarse a mamá a Guarenas. La abuela no cayó en la magia de su sonrisa ni en la melodía de su voz cantando serenatas y en contra de su voluntad mamá se fue con él una vez más. En cuatro años nacieron mis tres siguientes hermanos, todos concebidos en los raros momentos que papá orbitaba por la casa de Guarenas. El tío Cocoliso, cuñado de mi papá, era la figura paterna que mis hermanos más veían porque eran los vecinos de al lado. Mamá se cansó de ser una carga para sus cuñados y se regresó a casa de la abuela, quien la recibió con menos ánimo y más reproches. Mamá era el espejo que le hacía rememorar los errores de su juventud.

Mi hermano y yo somos los más pequeños y llegamos cuando mamá parecía dar pasos más firmes hacia adelante. Ya había decidido no irse con papá nunca más y comenzó a exigirle casa y aportes para la comida. Los niños mayores ya no eran tan niños y requerían de su presencia o de su ausencia, pero no más de sus vaivenes. Pero papá no sabía de estabilidad y mucho menos de cumplir promesas. Con subirlos a su camioneta y llevarlos a acampar al mar los convencía de que eran una familia feliz y no necesitaban nada más que su visita eventual y sus bolsas de cambures, cacao y pan. A veces veo las fotos de su último viaje a la Bahía de Cata y hasta yo me convenzo de que eran felices a su manera. La casa de Patanemo no llegó nunca, pero el abuelo le cedió una en los Teques para que mudara a su mujer y sus hijos. Mamá ya no quería estar con papá, pero quería que sus hijos tuvieran techo propio y estabilidad, así que aceptó la mudanza, que comenzaron lo antes posible. Pero papá volvió a orbitar el 28 de Julio de 1986 a las nueve de la mañana. Y el abuelo no cumplió su promesa.

Después de vivir diez años de vejaciones, maltratos y humillaciones por huérfanos y arrimados, mi hermana se puso a llorar inconsolable una noche mientras pasaban en Puma TV un video de Maná. A sus quince años mi hermana solía ser la alegría andante y mirarla llorar por primera vez, mientras mamá la arrullaba entre sollozos, marcó un antes y un después en mi vida. Miré la TV porque era la causante de su dolor y le presté atención al coro que decía: “Oye cucú papá se fue, prende la luz que tengo miedo. Oye cucú papá se fue, prende la luz y apaga el tiempo”. Esa noche comprendí lo que nadie se atrevía a decirme: El cometa papá nunca volvería.

[Texto generado en el “Club de escritura” de Círculo Amarillo, facilitado por Lizandro Samuel]
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