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El día de tu suerte


Eres testigo de esas escenas callejeras que tanto describen en las películas y en los libros. Tantas individualidades entrecruzándose unas con otras. Personas que sobreviven a distintas realidades de las que no pueden escapar. Todo se mueve rápido y desordenado y te das cuenta: ya no estás triste, ahora estás solo.

Por Vero Florez


Miras hacia abajo antes de comenzar a caminar y encuentras un billete de un dólar en el piso. “Coño, qué cliché”, dices en voz alta. No sabes si ese iba a ser un buen o un mal día, y no quieres que un billete en el piso lo decida. Está arrugado, probablemente muy pisoteado, cubierto de polvo callejero. Tú acabas de cerrar la puerta del edificio. Pasaste doble llave a la cerradura, porque la calle está insegura y el consejo de vecinos sospecha que eres el único que no lo hace. Tal vez seas el culpable de los robos en los apartamentos. Lo olvidas lo más rápido posible.

Es miércoles y tienes diez minutos para llegar a tu trabajo que queda a veinte. No lo piensas más y agarras el asqueroso billete de un dólar. No crees que te dará buena suerte porque te parece “tan pajúo como pensar que si compras un billete de lotería por primera vez te la vas a ganar”, pero igual lo guardas en el bolsillo de tu suéter, como quien no quiere la cosa.

Caminas con ambas manos en los bolsillos. Cambias de parecer respecto al billete de un dólar y lo acaricias con los dedos. Las cosas no han sido fáciles, mucho menos baratas, después de la muerte de papá. Ustedes dos se habían vuelto inseparables después de la muerte de mamá. Se hablaban más, se visitaban más, cuando tenías un problema eléctrico o de plomería en el apartamento él te ayudaba. Coño, incluso para quejarte del sueldo del trabajo, o de la chama que no te paró bolas, el viejo estaba ahí, contestándote el teléfono. Aprietas el billete en tu mano. Tal vez te sientes amparado por algo.

Llegas tarde al trabajo. La secretaria te ve con los ojos de quien sí llegó a tiempo y siente que no hay suficiente justicia en el mundo. Pasas por el comedor. Te sirves café en tu taza y notas una caja abierta al lado. Oh, sorpresa, alguien ha llevado ponqués y los ha dejado a libre disposición. Hoy puede ser un buen día.

Tomas dos porque quieres llevarle uno a Sandra, la contadora que está sentada frente a ti. Solo te habló para darte sus condolencias por la muerte de tu papá, y bastó ese abrazo para sentir su cuerpo por primera vez y hacerte pensar que tienes una oportunidad. Piensas en el billete de un dólar en tu bolsillo.

Eres un acróbata profesional, pues puedes llevar en una mano tu taza, tu ponqué y en la otra el ponqué para Sandra. Qué coño vas a decir. Qué excusa tienes para esa amabilidad espontánea. “Hola, Sandra. Gracias por sentirte mal por la muerte de mi padre”. “Hola, Sandra, hace frío hoy, ¿no?”. “Hola, Sandra, que bien se ven tus tetas debajo de esa camisa”. No, no, no. Vale, la mesa está cerca. Aquí vas, tigre, matón, máquina. Ya no hacen hombres como tú. Te agachas para combinar el saludo con el ponqué en su mesa y un acercamiento de tu rostro al suyo, pero, definitivamente, no eres un acróbata profesional y tu taza de café vierte su contenido en Sandra y en el teclado de su computadora. Ella grita, tú te paralizas. En fin. Vuelves a pensar en el billete en tu bolsillo y, en el peor de los momentos, te preguntas cómo coño no te dio asco agarrarlo del piso.

El día transcurre con normalidad porque, luego de tu hazaña matutina de Don Juan, decides no intentar nada nuevo más nunca. Miras a Sandra mirándote, molesta. Miras su camisa y su entrepierna salpicadas de café. Miras al muchacho del servicio técnico cambiando el teclado, a la señora de servicio que ayudó a limpiar, al ponqué maltrecho que descansa como un soldado herido en el escritorio. Sacas el billete de un dólar del bolsillo, lo estiras, miras los desgastados ojos de George Washington como si quisieras contarle lo que te pasó, pero realmente se lo quieres contar a tu papá. Sabes que si tratas de llamarlo la voz femenina de la contestadora te dirá “El suscriptor que usted contactó no puede ser ubicado”. Ya no estás avergonzado, ahora estás triste. Vuelves a arrugar el billete y lo metes en el bolsillo del suéter.

Caminas de regreso a casa. Piensas en Sandra. Al final del día te disculpaste por tu torpeza. Ella sonrió “Le puede pasar a cualquiera. Es más, ahora me da risa”. Se rio. Tú te reíste. Vérciale, qué bonita se ve. Le preguntaste si quería ir a tomarse algo contigo, pero ella te dijo que estaba esperando a que su esposo la buscara. Te sientes como si te pegaran con un pollo de plástico en la nuca. “Ah, bueno, no te preocupes. ¡Nos vemos mañana!”, lamentablemente, piensas. Te pones los audífonos y escuchas Fire and rain de James Taylor.


Oh, I've seen fire and I've seen rain.
I've seen sunny days that I thought would never end.
I've seen lonely times when I could not find a friend
but I always thought that I'd see you again.

Extrañas mucho a tu viejo.

En las escaleras de la entrada a tu edificio, cerca del lugar donde encontraste el billete de un dólar, está sentado un niño descalzo. Tiene esa cara de hastío de los niños cuando no les gusta algo. Con los labios arrugados y las cejas apretadas. A su lado hay una bolsa negra, probablemente con sus cosas, pero a ti te recordó al mito del silbón, quien carga en una bolsa los huesos de su padre.

Con la voz de Taylor, los tambores de la canción sonando en tus audífonos y tus manos acurrucadas en los bolsillos del suéter, te detienes. Miras a los lados. Presencias. Eres testigo de esas escenas callejeras que tanto describen en las películas y en los libros. Tantas individualidades entrecruzándose unas con otras. Personas que sobreviven a distintas realidades de las que no pueden escapar. Todo se mueve rápido y desordenado y te das cuenta: ya no estás triste, ahora estás solo.

Miras al niño. Estás seguro de dónde está tu papá: regado en forma de cenizas en una playa de Boca de Uchire. Él no parece estar tan seguro. Él te mira a ti. Por un segundo comparten algo: un sentimiento de inferioridad, las traiciones del destino y el mismo cansancio de esperar. Te sorprendes por la profundidad del momento. Agarras el billete de un dólar de tu bolsillo. Antes de dárselo lo aprietas con mucha fuerza, porque deseas que a él sí le dé la suerte y el amparo que no te dio a ti. “Coño, Dios, por favor, al menos al carajito sí”. Le das el billete. Él lo toma con la característica curiosidad de un niño, como un marcianito recibiendo un objeto humano. Te dice sin mirarte a los ojos: “gracias”.

Subes las escaleras. Abres la reja. Pasas. Te acuerdas de cerrarla pasando la llave dos veces y te preguntas cuándo el día de tu suerte llegará.


[Texto generado en el “Club de escritura” de Círculo Amarillo, facilitado por Lizandro Samuel]
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