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La actitud de derrota


Se abrazaron con la ternura de los que saben que no se volverán a ver en mucho tiempo y Mary sintió un miedo infinito porque se soltaba de su tabla de salvación, pero esta era una ola que debía surfear sola.

Por Becky Plaza
 

Mary ya estaba despierta cuando la alarma sonó, bebía el café de calidad regular que se consigue en el cono sur. La casa olía a vainilla y canela gracias a esa manía que había adquirido en Argentina de infusionar ambas ramas para colar el café en un agua saborizada que lo hacía un poco menos desagradable. La mañana bonaerense despertó teñida de esas nubes grises que amenazan con lluvias torrenciales, pero que usualmente no pasan de ser lloviznas eternas. Sentada al borde de la ventana con una vieja taza en la mano, tomaba su café mientras veía la ciudad pulular incesantemente como cada mañana. Una ventana panorámica la separaba de la ciudad de la furia, y en pocas horas la vería quedarse atrás a través de otra ventana.

Hacía poco más de dos años que había alzado vuelo desde Maiquetía buscando un nuevo comienzo, tranquilidad para andar en las calles y un poco de funcionalidad en los servicios, pero sobre todo buscaba un lugar en donde pudiera pagar el tratamiento médico que necesitaba para controlar sus problemas hormonales. Venezuela y su estrés constante, sumado a la carencia de medicinas para su condición, le habían causado una alopecia crónica de la que soñaba recuperarse recibiendo el tratamiento adecuado. Pero el estrés de Buenos Aires no fue muy distinto. Lo que había sido su sueño suramericano terminó convirtiéndose en una larga pesadilla de la que no logró despertar sino hasta esa mañana en la que por fin regresaría a su pequeño y conocido infierno: Maracay. Por lo menos en su país tomar café era un placer infinito.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por las menudas gotas que comenzaron a chocar contra el vidrio de su ventana. Minúsculas lágrimas sin fuerza que no podían descender para seguir el camino hacia su destino. Atrapadas, frágiles, incapaces de inundar la ciudad, de alegrar la tarde de un niño o de amargarle la vida a las chicas que salieron en sandalias. Constantes pero irrelevantes. Se miró a sí misma como una de esas gotas, una que se esforzaba mucho por descender y arrastrar consigo hasta lo más insignificante, como ella hacia su destino, pero que finalmente no lo logró y se conformó con ser evaporada por el sol que tímidamente se asomaba entre las nubes. Volver a su ciudad natal no era un fracaso y ella lo sabía. Se llevaba la paz de saber que lo intentó todo estando lejos de casa, pero eso no le quita el sabor amargo de la derrota, ni el temor a regresar a aquel lugar en donde todo había seguido derrumbándose. Sabía que le tocaría reconstruir todo desde la base de sus cimientos y eso la llenaba de terror.

Su hermana mayor la abrazó por la espalda con fuerzas y, como si hubiera oído sus pensamientos, le susurró al oído que no fuera tan dura consigo misma. Mary le sonrió sin decir una palabra, se conocían muy bien como para negarle el torbellino de emociones que llevaba adentro. Su hermana la había recibido en Ezeiza hacía dos años y hoy se prepara para llevarla al mismo lugar. Aquella vez la buscó en un taxi y hoy la llevaría en su propio auto. ¿Por qué Lila pudo lograrlo y yo no pude? Se preguntaba en silencio mientras la veía pasar revista por sus maletas. Tal vez esperé mucho tiempo para huir de donde no me sentía bien.

Lila interrumpió sus sombríos pensamientos una vez más y, mirándola con cara de preocupación materna, le preguntó:

—Mary, ¿agarraste la llave de la casa?

—Sí, Lila, están en mi mochila —le respondió tratando de disimular su irritación.

—Bueno, mira que mis papás no van a estar y no hay nadie que te reciba.

Viró su cara al cielo y le respondió en tono hostil

—Sí, ¡ya sé! ¿Tú siempre eres así de fastidiosa? —Y sonrió para simular que su agresiva respuesta era solo un juego.

—Aprovéchame, que me vas a extrañar —sentenció Lila. Ella tenía razón, la iba a extrañar mucho.

El día que Juan la dejó por la chica de la melena negra, la sobreprotección de su hermana Dalila fue la única tabla de salvación que consiguió. Lila, al enterarse del engaño y de sus frutos, no tardó ni dos minutos en ofrecerle un espacio en su hogar en Buenos Aires. El trabajo psicológico, los ansiolíticos, antidepresivos, sedantes y estimulantes, nada logró darle la seguridad y la paz que le dio el abrazo que le prodigó Lila cuando llegó al aeropuerto de Ezeiza a media madrugada. Hoy se separaba por segunda vez de ella e iba a enfrentarse a ese pasado del que huyó: su exesposo y su nueva familia producto de la traición de la que ella fue víctima.

¡Ja! víctima es la palabra que más odia y la que más ha oído en referencia a ella desde hace unos años: “Víctima del chavismo”, “víctima del hipertiroidismo”, “víctima de la alopecia”, “la cónyuge víctima”... Detestaba que la usaran en una frase seguida de su nombre, pero esa mañana lluviosa en la que se sentía incapaz de entender por qué seguía fracasando, se sintió justamente así: una víctima calva que se despedía del culo del mundo.

Decidir irse de Buenos Aires no fue fácil. En sus dos años viviendo en esa ciudad solo consiguió un empleo de mesera en la barra de una hamburguesería donde, en palabras de su jefe, “la contrataron por la armonía casi perfecta que había entre su tono de piel canela y el tono miel de sus ojos y cabello”. El dueño no se imaginaba que esa armónica belleza se la debía a un largo estudio de colorimetría que le había hecho el estilista a donde la llevó su hermana a comprar la pesada peluca que le escocía el cráneo y le recordaba que las mujeres como ella no tenían mayor cabida en un mundo lleno de vanidad.

El día que su jefe la encontró en el baño sin la peluca puesta y con el cráneo lleno de pústulas rojas, a las que le aplicaba una crema desinflamatoria, se sorprendió al punto de hacer arcadas frente a su piel desnuda. Su trato amable que rayaba en el coqueteo no volvió a ser el mismo, y su otrora afectuosa actitud se transformó en una pasivo-agresividad que la hacía sentir que ya no era bienvenida en el local. La actitud de su jefe le recordó la primera vez que Juan vio su cráneo lleno de dermatitis por las pelucas que él le obligaba a usar. Era una mujer desagradable y poco estética. Fea y fácilmente sustituible. Aguantó impasible durante un par de meses el agobio de ser indeseable y después renunció. Desde su último día de trabajo no volvió a usar la peluca que tanto daño le hacía ni volvió a salir a las calles de Buenos Aires.

Lila apareció llevando entre sus manos una caja de regalo para Mary.

—Es hipoalergénica —le dijo—. No tendrás que volver a preocuparte por un brote de dermatitis.

Se abrazaron con la ternura de los que saben que no se volverán a ver en mucho tiempo y Mary sintió un miedo infinito porque se soltaba de su tabla de salvación, pero esta era una ola que debía surfear sola. Ezeiza la esperaba y aunque deseaba que Lila la llevara le pidió que no lo hiciera. Se puso la peluca, se despidió de su hermana y se fue sola. Se chequeó en el aeropuerto y cruzó el umbral de migración sin mirar atrás. No había nadie de quien despedirse.

Durmió la mayor parte del vuelo, tuvo un viaje tranquilo y placentero. En el aeropuerto de Maiquetía la esperaba el taxi que habían alquilado para que la trasladara hasta Maracay. El viaje por carretera fue cálido y acogedor. El olor del mar, los colores de sus ciudades, los lugares conocidos, el clima... estaba en su hogar. Derruido, maltratado y en el olvido, pero suyo. Todo marchaba bien hasta que, al llegar frente a su casa, vio a Juan y a su mujer pateando balones con el pequeño niño en la cancha del otro lado de la calle. Le pidió al taxista dar una vuelta alrededor del campo para clavarse la daga hasta lo más profundo de su estómago. Ella llevaba su cabellera mucho más larga que hace dos años, y él estaba canoso y tan sexy como a sus veintes. Era una familia feliz que pudo ser suya de no haberse quedado calva. El taxista se paró frente a su casa y le dijo que se tomara su tiempo cuando la notó llorar. Ella abrió su mochila, le dio el sobre con el dinero al chofer y se bajó del auto. Él le llevó las maletas hasta la puerta y se despidió deseándole suerte.

Mary se habló fuerte: ¿No era esto lo que debías afrontar? ¿Dejar de huir de la verdad y del pasado?  Se detuvo en silencio frente a su puerta fingiendo no haberlos visto, abrió su mochila para buscar la llave de la casa y no la encontró. ¿Dónde está la llave? ¿Dónde está la llave? Busco tratando de no perder la cordura, pero la presión le ganó: “¡¿Dónde coño dejé la puta llave?!”, terminó gritando. Cerró los ojos y comprendió que ignorar a Juan y a su familia no le iba a servir de nada. Derrotada, se sentó al borde de la acera y los saludó con la mano. Él la miró con nostalgia y le regresó el gesto con una sonrisa. En ese instante lo supo: el problema no era Juan, ni su calvicie, ni Buenos Aires o Maracay, su problema era ella misma.

Miró al pequeño de Juan patear balones entre su mamá y su papá y comprendió que esa no era la vida que quería vivir y que quizás él lo supo mucho antes que ella. Lloró. Se quitó la peluca y la colgó de la manija de su maleta, no la necesitaba y no la quería. El taxista volvió media hora después y se detuvo frente a ella. Se bajó con las llaves en la mano y le dijo “Se te quedó algo”. Ella sonrió apenada y se dispuso a levantar sus maletas. Él se ofreció a ayudarla a llevarlas adentro y ella aceptó.

El taxista atinó a decirle:

—Te ves mejor sin ella. —Mientras señalaba su cara.

—¿Sin la peluca? —preguntó Mary acariciando su cráneo desnudo.

—Sí, sin la peluca y sin la actitud de derrota.

Mary sonrió y le invitó a tomarse un café. La peluca se le quedó en el porche.


[Texto generado en el “Club de escritura” de Círculo Amarillo, facilitado por Lizandro Samuel]
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